En la naturaleza no existe tal cosa como el desperdicio. Todo lo que muere se convierte inmediatamente en un ecosistema, hasta que desaparece del mundo por haber alimentado o dado casa a un sinnúmero de criaturas, y por supuesto, después de haber fertilizado la tierra donde se deshizo. Los troncos muertos son como un hotel de cinco estrellas –con todo incluido–, que además no discrimina entre sus huéspedes. Y el verano es la mejor época para ir en busca de uno y acaso voltearlo para ver su vida.
En la corteza de un tronco, uno puede ver sobre todo lagartijas y pequeños animales de sangre fría (con suerte una tortuga o una salamandra). Esto se debe a que, al tomar un poco de sol, las lagartijas obtienen sus cantidades necesarias de vitamina D. La superficie también es un lugar perfecto para que descansen las ardillas y otros roedores. Pero lo que hay dentro es alucinante.
Si uno tiene la suerte de visitar un bosque sano y rebosante, en el hueco de un tronco tirado verá pequeños mamíferos como zorros, conejos, zorrillos o mapaches. Los zorros los usan para construir su nido. Ello, evidentemente, los protege de aves de rapiña u otros predadores. Pero en cualquier bosque, sea o no albergue de mamíferos, uno encontrará la más concurrida guarida debajo de uno de sus troncos.
Los tesoros que yacen enterrados bajo los leños incluyen escarabajos, cochinillas, gusanos lentos y coloridos, arañas, ciempiés, escorpiones y miles de hormigas; todos cohabitando la misma capital en movimiento. Todos trepando encima de sus vecinos, comiéndose a sus compañeros o copulando en orgías veloces y diminutas.
Allí, claro, también puede haber serpientes enroscadas y sumergidas en sueños profundos que ninguno de estos milimétricos insectos puede o quiere perturbar. Mas, quizá lo más estético de un tronco muerto, sobre todo en la humedad del verano, sea el musgo, los hongos y los helechos que se le adhieren. A estas especies nunca se les ve más felices que cuando están en la corteza de un tronco caído.
El desperdicio no existe en el bosque. Cuando un arbol se acerca a su decomosición está casi sobrepoblado de flora y fauna. Ahí la muerte no es término sino explosión de vida, y los troncos caídos son su mejor ejemplo.