Hace unos meses hablábamos en este mismo blog sobre las lecciones que había aprendido Estados Unidos de la ‘Guerra contra el Terror’ y cómo Washington estaba replanteando su estrategia de seguridad y defensa para acomodarla al mundo actual. Más específicamente, tal y como sugieren los documentos estratégicos que el país ha estado elaborando a lo largo de estos últimos meses:
- La estabilidad global podrá verse comprometida por la persistencia de los efectos perversos de la globalización tales como la expansión de actores capaces de disputar el monopolio de la violencia a los estados, inestabilidades regionales, extremismos violentos motivados por cosmovisiones enfrentadas, competición por los recursos, difusión de tecnologías avanzadas, proliferación de armamento de destrucción masiva o el auge de potencias regionales capaces de limitar la influencia estadounidense.
- La acción exterior estadounidense podrá verse condicionada por la irrelevancia estratégica europea y su incapacidad para garantizar su propia seguridad, la inestabilidad política en el Magreb, Sahel y Oriente Medio, la creciente asertividad rusa, los riesgos que entrañaría un Irán nuclear, una evidente desconfianza hacia China, la debilidad de su economía y el incremento de la presencia norteamericana en la región Asia-Pacífico.
- La situación financiera del Pentágono posiblemente no experimentará ninguna mejoría y hasta incluso podría empeorar en los próximos años en caso de no controlar el déficit público del país.
- Las fuerzas armadas estadounidenses deberán prepararse para combatir en todo el espectro del conflicto – desde guerras híbridas contra actores no-estatales que emplean medios y tácticas asimétricas a acciones de alta intensidad contra países equipados con armamento de destrucción masiva o ejércitos avanzados que han explotado las tecnologías vinculadas con la última Revolución en los Asuntos Militares – y realizar una amplia gama de misiones en un entorno operativo complejo, cambiante, transparente y sin apenas fronteras físicas ni virtuales.
Washington ya parece haber trazado las líneas maestras de un nuevo modelo de defensa que se verá refinado con la consolidación de la Tercera Estrategia de Compensación recientemente planteada. En este sentido, el país reducirá su presencia avanzada – especialmente la situada en suelo europeo, aunque los sucesos en Crimea y Ucrania podrán motivar una reevaluación de esta decisión – y la concentrará en la región Asia-Pacífico. También abandonará los despliegues de fuerzas masivos y descartará conducir grandes campañas militares o embarcarse en operaciones de cambio de régimen y construcción nacional. Igualmente, evitará participar en labores de gestión de crisis, estabilización, apoyo a la reconstrucción y lucha contra la insurgencia y mostrará un limitado interés en colaborar con organizaciones multilaterales de seguridad.
Este conjunto de actividades serán sustituidas por un progresivo repliegue a nivel global que se combinará con la priorización de la inteligencia prospectiva obtenida gracias al dominio que Washington tiene del ciberespacio y las capacidades de ataque estratégico de precisión, proyección global de las fuerzas y el acceso a cualquier punto del planeta con independencia de las medidas defensivas que pueda desplegar el adversario. Igualmente, se pretende que el país vuelva al modelo de dos guerras para definir la entidad de sus fuerzas armadas, su catálogo de capacidades y su patrón de despliegue, algo que no sólo indica la tradicional disuasión de Teherán y Pyongyang; sino también sugiere la ilusoria voluntad de contener a Irán y China con una estructura de fuerzas claramente insuficiente. Además, Washington incrementará las colaboraciones ad hoc con terceros países y la limitará tanto sus compromisos defensivos como su presencia avanzada. Ello se combinará con la conducción de operaciones limitadas en tiempo, espacio y medios implicados, algo que estamos viendo con la estrategia empleada por el país para combatir a Daesh; la oposición a mantener grandes despliegues permanentes de fuerzas y la renuencia a desplegar unidades terrestres en zonas de conflicto; la multiplicación de las acciones contraterroristas puntuales con fuerzas de operaciones especiales, armas inteligentes y drones; la priorización de la capacidad para conducir operaciones globales integradas empleando medios terrestres, navales, aéreos, espaciales y ciberespaciales.
El curso de los acontecimientos determinará la manera en que se refinen, consoliden y ejecuten estos nuevos principios estratégicos. No obstante, la inclusión de este conjunto de riesgos y amenazas, perspectivas estratégicas y orientaciones para el empleo de la fuerza en la agenda estratégica del país ha supuesto un importante baño de realismo que ha enterrado definitivamente los sueños unipolares de la inmediata posguerra fría y de los cambios de régimen o las construcciones de estados que caracterizaron la guerra contra el terror.
Paralelamente, el entrante titular de Defensa Ashton Carter deberá continuar tomando dolorosas decisiones en materia defensiva y que, si no existe un difícil acuerdo entre el ejecutivo y legislativo del país, se repetirán en los sucesivos ejercicios presupuestarios. Éste debe abaratar el coste de funcionamiento del Pentágono minimizando la pérdida de capacidades militares, la reducción del volumen de fuerzas o la desactivación de unidades.
En consecuencia, teniendo en cuenta que el grueso de la estructura de fuerzas y catálogo de capacidades futuro no puede alterarse debido a la inflexibilidad de la programación militar y los compromisos industriales adquiridos durante los años previos, que el armamento heredado de la Guerra Fría podría quedar obsoleto en bloque debido a su antigüedad y atrición tras diez años de guerra y que la máxima prioridad del Pentágono es reestablecer el equilibrio entre el nivel de ambición, la estructura de fuerzas y el catálogo de capacidades al tiempo que establece los pilares de la defensa del país para las próximas décadas; el titular de Defensa debe realizar importantes cambios. Está obligado a abaratar el funcionamiento del Pentágono sin perder capacidades fundamentales, ni reducir en exceso el volumen de fuerzas ni tampoco comprometer el adiestramiento y la disponibilidad de las unidades; y paralelamente elegir qué capacidades militares desarrollar, cuáles descartar y cuáles conservar. Aunque formalmente cualquier decisión en este ámbito debe fundamentarse en una difícil reversibilidad – entendida ésta como la capacidad para adaptar la defensa del país a cualquier cambio de situación motivado por una sorpresa estratégica – será preciso definir un volumen de fuerzas y un nivel de ambición realistas y acordes con los recursos disponibles y previsibles, fundamentar cualquier decisión política sobre consideraciones estratégicas y operativas o vencer las inercias de una institución militar reticente al cambio, orientada a los grandes conflictos convencionales y erosionada tras las largas campañas de Afganistán e Iraq.
Este conjunto de actuaciones requieren una plena determinación política y su desarrollo entrañará importantes cambios en la concepción, funcionamiento y gestión de la administración militar estadounidense. No obstante, estos cambios pueden quedar ensombrecidos por el lanzamiento de la Tercera Estrategia de Compensación que, encaminada a explotar las ventajas tecnológicas del país para conquistar una nueva Revolución en los Asuntos Militares y destinada a convertirse en el eje sobre el cual se guiará la defensa americana a lo largo de las próximas dos décadas, será analizada en un próximo post.