En 2012, se estrenó en Estados Unidos una serie de televisión llamada Revolution, que se podría categorizar como catastrofismo postmodernista, apocalipsis de consumo o algo así.
La historia transcurre en una Tierra venida a menos porque se ha producido el Armagedón: el planeta entero se queda sin electricidad y hay que buscarse la vida a base de machetazos por la jungla de lo real −el “desierto de lo real” suena muy negativo en estos tiempos, incluso para los apocalipsis—, ciudades en ruinas colmadas de vegetación y comunidades que han tenido que volver a la época de los nómadas recolectores.
Estos “seminómadas” recolectores, a diferencia de sus ancestros, tienen que recrear su mundo desde lo que conocen: cierto gusto por lo hippy, o como se diga, que le da al ambiente un toque de neopaganismo feérico que dan ganas de que ocurra algo así.
Nada tiene que ver con la verdad de la naturaleza, el terrorífico diezmo de la Gran Madre, quien exige una cuota cíclica de muerte para que prosiga la vida, el corazón de las tinieblas al estilo de Conrad, la angustiante y desesperante podredumbre que la civilización ha de ocultar bajo capas y capas de pintura blanca y pastel, como en las películas de David Lynch, para seguir dándoselas de civilización mientras su decorado es carcomido por la oscura verdad del ser humano y sus circunstancias, las cuales no son más que una superposición de inconscientes contenidos y reprimidos por débiles voluntades que al final siempre colapsan y que destruyen ese decorado cada cierto tiempo –250 años decían algunos historiadores—.
El caso es que Heather Havrilesky reflexionaba en su día sobre estas cosas de la ficción en el suplemento del que es colaboradora habitual, el “Vulture” del New York Magazine. La conclusión era que, en los tiempos que corren, buena parte del mundo civilizado comparte de forma más o menos íntima el sueño de un apocalipsis que acabe con todo y permita comenzar de nuevo, a ver si así se cumplen los sueños particulares de cada cual en una utopía tan universal que haga feliz a la totalidad. Es lo que se podría llamar el sueño de una utopía de utopías, una metautopía o una utopía de la hostia, dependiendo del ambiente en que se diga.
Según Havrilesky, el mundo de Revolution resuelve miles de injusticias de la noche a la mañana. La sociedad materialista y hostil se va al garete y la ausencia de tecnología permite que la humanidad se libere de la anestesia mental de las pantallas. Los niños juegan en la naturaleza y dan rienda suelta a su creatividad, mientras que los ejecutivos y millonarios se ven reducidos a cobardes andrajosos que pululan perdidos en busca de compasión humana. Esto también forma parte de cualquier utopía que se precie, aquella en que los monstruos lo pagan caro.
Dice Havrilesky que la ficción moderna con temática apocalíptica no se enfrenta a la catástrofe. No puede hacerlo porque si se enfrentara con soluciones reales ya no sería utopía, sino proyecto político integrado en el sistema con que se pretende acabar. Sólo ofrece vagos detalles desagradables para establecer el escenario en que tendrán lugar las aventuras, en unos casos, y las reflexiones filosófico-trascendentes de héroes solitarios que luchan por superarse y seguir vivos, en otros.
A comienzos de la era capitalista, durante el siglo XIX, y aún incluso durante buena parte del siglo XX, todavía se podía soñar con las utopías. Había territorios vírgenes a los que escapar y comenzar de cero, aislados del mundo. Hoy ya no es posible. Es lo que Zygmunt Bauman llama “una utopía sin topos“, en un mundo demasiado interconectado que no permite paraísos:
La “utopía” se refiere al topos, a un lugar. Por más que hubieran sido imaginarias, las imágenes de una vida diferente, mejor en último término, que aparecían en las descripciones de las utopías estaban siempre “definidas territorialmente”: asociadas con un territorio claramente definido, y confinadas a ese territorio.
Su diferencia fundamental con el mundo ordinario conocido hasta el momento por los lectores a partir de su actividad diaria se desprendía de la enorme distancia que las separaba de las tierras exploradas y cartografiadas, y se enfatizaban aún más al localizarse el sitio de la buena vida en una isla lejana o al final de un camino aún por descubrir, a veces traicionero y otras directamente intransitable. Los padecimientos y tribulaciones que los viajeros solitarios debían sufrir antes de llegar por propia mano o accidentalmente a la tierra de Utopía marcaban la falta de caminos obvios, y menos aún fáciles, que llevaran del mundo de la vida cotidiana a la “buena vida” que encarnaba la nueva tierra recientemente descubierta.
(La sociedad sitiada)
Hoy, demasiadas telecomunicaciones y muchos años de adaptación a la globalización han conectado los territorios a una extensa red planetaria de la que pocos se sienten independientes. Para que una nueva sociedad se asiente, es necesario darle espacio. Es decir, hay que destruir primero, sin pensar qué vendrá después, pues todo sueño es mejor que la realidad con que se pretende acabar, aunque el sueño sea imposible de materializar, porque lo materializado, sencillamente, ya no merece la pena de ser mantenido.
Se podría pensar, según lo dicho, que el origen de la acción utópica nace, por tanto, de un deseo de suicidio colectivo ante una realidad que ya no se quiere vivir por más tiempo. “Morir, dormir… tal vez soñar”, que decía Hamlet. Da igual.
Pero la realidad de la mente humana no es tan simple –salvo cuando se reduce a utopías—: afirma Elinor Shaffer en un libro recopilatorio de Malcolm Bull, titulado La teoría del apocalipsis y los fines del mundo que:
El deseo humano de creer que el Fin del Mundo no es el fin del mundo es tan poderoso como la esperanza o el temor al Fin. Tradicionalmente, se interpreta el “Fin del Mundo” como el fin de los otros, del enemigo, de los indignos, de los actuales opresores; pero no de nosotros. El fin del mundo anuncia un mundo nuevo, preferiblemente, sobre la tierra.
Parece ser un sentimiento general ese que H. G. Wells llamó “desilusión purificadora”, la asunción de que un gran desastre tiene que preceder al comienzo de una “nueva era” en que se materializa la utopía soñada por los hombres. Según Hans Magnus Enzensberger, en el libro mencionado:
La idea del apocalipsis ha acompañado al pensamiento utópico desde sus mismos principios, persiguiéndolo como una sombra, como un lado inverso del que no es posible desprenderse: sin catástrofe no hay milenio, sin apocalipsis no hay paraíso. La idea del fin del mundo es sencillamente una utopía negativa.
En Occidente, la creencia religiosa sobre qué ha de ser el futuro ha consistido siempre en algo sencillo: que se acaba la historia. Tal cual. Esto es lo que se conoce como “milenarismo”; tras el caos que sucede a la destrucción del orden imperante, llegará una figura mesiánica que impondrá un reino de paz y prosperidad.
De aquí, se extrae una interpretación espiritual y otra histórica: según la primera, el apocalipsis se refiere a conceptos morales; según la segunda, propia de cierta tradición judeocristiana, anuncian acontecimientos políticos y sociales.
Puesto que el reino de Cristo se basa en la armonía, el fin de la historia se logra porque ya no hay necesidad de más debate político, pues los seres de bien lo aceptarán de manera natural. Sólo los siervos del Anticristo se opondrían al Mesías.
La visión social fue popularizada en la Cristiandad del siglo XII por Joaquín de Fiore, una excepción a la interpretación de los primeros cristianos, que entendían el apocalipsis en términos espirituales.
La inminencia del Fin ha marcado la historia político-socio-cultural de Occidente hasta el mismísimo día de hoy, de manera que, cuando las cosas van mal, se impone la irracionalidad apocalíptica, y se actúa a la sombra del Juicio Final. Según Bernard Mcginn:
…la formación de una cultura europea occidental de rasgos distintos fue producto de unos dirigentes que no habían cifrado sus esperanzas en edificar una sociedad nueva, sino en la expectativa del fin de todo esfuerzo humano en el Juicio Final.
Es decir, no se tienen ideas claras de cómo va a tener lugar la renovación, sólo que ésta es necesaria y que hay que acabar con todo lo establecido.
Frank Kermode defiende, en su libro The Sense of an Ending, que nuestro interés en los fines, ya sean los finales de una obra ficción o de las mismas épocas, responden a un deseo común de derrotar “la idea intolerable de que vivimos dentro de un orden de hechos entre los cuales no hay relación, pauta, mutualidad o progresión inteligible”.
En las obras de ficción, existe la idea del “fin ilusorio”, un término acuñado por el formalista ruso Víktor Shklovsky. Según explica Kermode:
…el lector puede aportar el sentido del fin cuando se le indica que lo haga, acaso por alguna observación final acerca del clima o de una estepa interminable. El hecho de que un escritor pueda contar con esta medida de respuesta en colusión muestra que él y el lector están listos para lo que parece ser el fin de una breve época en particular, a saber: la novela o el cuento o el poema. […] estamos programados para buscar no sólo secuencia sino algo que me gusta pensar como un pleroma, plenitud, la plenitud que resulta de lo bien rematado, como cuando el Nuevo Testamento incorpora al Antiguo como un conjunto de tipos que viene a consumar, y así, le da sentido a todo el libro y a toda la historia.