DIOS, FUENTE DE AGUA VIVA
Un acuerdo bíblico y científico: la Vida surgió en el agua
En varias partes de la Escritura, el agua es usada como símbolo de nacimiento. Ya en la primera frase del Génesis, leemos que mientras creaba el mundo “el espíritu de Dios flotaba sobre las aguas”. Tal descripción concuerda con las teorías científicas que aseveran que la primitiva Tierra fue un vasto mar primordial, una inmensa sopa oceánica, donde la Vida –tal como la conocemos hoy- se originó hace tres mil millones de años.
El agua: símbolo de creación y de destrucción
La visión del agua como elemento creador de la Vida nos remite a esa bolsa uterina en la que fuimos gestados durante nueve meses. No obstante, el vital líquido –con su eterno flujo y reflujo; con sus tempestades y crecidas- también ha sido simbólicamente asimilado a las emociones más destructivas.
Ejemplo de ello es el colérico Yahvé del Viejo Testamento; con el Diluvio universal intentó destruir –sin éxito- el Mal que cundía sobre la faz de la Tierra. El escritor inglés G. K. Chesterton escribió alguna vez que si fuésemos caballos, “habríamos imaginado a Dios como un caballo viejo y enorme”. Del tal suerte, nuestros egos suelen atribuirle al Uno corpórea forma humana y emociones disfuncionales; así, en diversos relatos míticos de la Creación, hay algún momento en que el Dios o los dioses dan rienda suelta a las más punitivas emociones (ira, celos, ardiente deseo de venganza) y optan por aniquilar a la raza humana (y al resto de los seres vivos) a través de la furia de las aguas.
Demás está decir que tal visión de la Deidad no es más que una caótica proyección de nuestro ego –esa parte de la mente que se cree dividida del Ser Supremo; el Uno no es irritable portador de diluvios: sabido es que el Padre-Madre de toda la Creación ha sido definido por los más grandes maestros espirituales como el Amor Absoluto, único “del Todo Amable” –incapaz de holocaustos.
Ese Uno que es Amor perfecto fue el que decidió contemplar Noé. El Arca que construyó es el símbolo del Reino de los Cielos que mora en cada uno de nosotros –ese Reino que fluye armónicamente en la corriente del Ser, sin zozobrar jamás. Aquel que tome residencia en esa Arca inmutable, flotará sin riesgos sobre cualquier mar de dificultad; prevalecerá sobre las absurdas tormentas que suele proyectar el ego… ¡y navegará directo y sin engorrosas escalas hacia el apacible muelle del Yo Superior!
Moisés abrió brechas de libertad al dividir las aguas
Hora del ocaso: huían Moisés y los judíos de sus perseguidores egipcios. Siguiendo instrucciones de Yahvé, Moisés extendió su vara y su mano sobre el mar Rojo: durante el resto de la noche, un fuerte viento de Dios partió las aguas en dos mitades exactas, que se irguieron como inmensos muros para flanquear a la seca cuenca marina –súbitamente convertida en senda de libertad.
Al alba, los judíos habían terminado de recorrer su camino; lejos, los egipcios avanzaban con dificultades a mitad del mar dividido. En ese instante, Yahvé ordenó a Moisés: “Extiende tu mano y tu vara sobre el mar y vuelca sus aguas sobre los carros de guerra del Faraón y sus soldados de caballería”. Así lo hizo Moisés: sin excepción, perecieron los egipcios.
Pese a sus dudas iniciales, Moisés obtuvo la profunda compresión de que Dios es el principio divino de toda existencia, y que el ser humano es Su idea, el Hijo de Sus más sagradas solicitudes; de tal suerte, no desoyó las órdenes del Padre y cada átomo del mar embravecido se sometió a su voluntad.
El mar Rojo representa aquí el neurótico mundo de nuestras percepciones, que fluyen erráticas como esas olas que se convierten en ruido y espuma al naufragar en la playa. Cuando asumimos la visión esclarecida del Uno, ningún abismo de aguas será lo suficientemente violento o profundo como para impedir que tracemos una amplia brecha de libertad justo en medio de él.
Símbolo de limpieza y de pureza espiritual
En la Escritura, el agua también hace las veces de símbolo de pureza. En el libro del Éxodo, leemos que cuando el sacerdocio fue instituido en Israel, los ministros de Dios debían asearse con agua antes de celebrar sus servicios: tal rito purificaba sus almas y quitaba de ellas hasta el más mínimo rastro de iniquidad.
El acto del bautismo, practicado por las más disímiles religiones a lo largo y ancho del mundo, implica depurar el alma de pretéritas faltas –sean nuestras, de nuestros padres o de los seres primigenios que dieron origen a la raza humana. De tal suerte, un chorrito de agua, transmutado en poderoso agente de limpieza espiritual, es capaz de sanear milenios de pecado.
Esta íntima relación entre el agua y el Padre se hace patente en uno de los títulos que se le da en el Viejo Testamento: Fuente de Agua Viva. Tal metáfora refleja la importancia que tenía el fluido elemento para los judíos, quienes vivían en un ambiente árido, extremadamente seco.
Juan bautiza con agua... ¡Jesús lo hace con Espíritu!
Treinta años después de la Natividad de Belén, encontramos a Juan, el primo de Jesús, bautizando a la gente en el río Jordán.
Cuando los fariseos le preguntaban a Juan si él era el Mesías, el Bautista respondía: “Dios me ha enviado a bautizar en agua. El que viene detrás de mí bautizará en Espíritu Santo”.
Un día, Jesús hizo acto de presencia en el río sagrado. Al verlo, Juan reconoció en él al verdadero Mesías. Sin embargo, Jesús le pidió a su primo que lo bautizara, igual que al común de las personas. “Eres tú el que tiene que bautizarme a mí”, respondió sorprendido Juan. El bautismo era para los que se arrepentían de sus pecados y Jesús –de acuerdo al relato canónico- no acumulaba ninguno. El agua, como símbolo del Padre, lavaba las faltas del pecador. Jesús insistió: “Déjalo que sea así por esta vez”. El bautismo de Jesús, en tal contexto, significaba su presentación pública como Mesías. Cuando el Nazareno emergió de las aguas, el Bautista vio cómo el “Espíritu Santo venía como paloma” sobre el Cristo.
Las teologías se sumergen en innavegables mares de dogmas y rituales; en cambio, el bautismo del Espíritu Santo es mucho más práctico, mucho más expedito; está al alcance de todos y para nada precisa de adornos u oropeles teológicos. A Jesús no le importó seguirle la corriente a los rituales humanos (el bautismo en agua), así como en otras ocasiones no le importó romper las reglas de la religión de su época. ¿Por qué? Porque se sabía poseedor de esta certeza: “El Amor es mi Dios y Yo Soy el Amor”.
El bautismo del Espíritu Santo es la inmersión final de nuestra conciencia en el océano infinito del Amor. En tal estado, trascendemos las miserias y falsos tesoros que percibimos a través de los sentidos corporales… ¡y reflejamos al Cristo que se halla oculto en nuestros corazones, en nuestras almas! –invisible, desde siempre, a los tercos ojos físicos.
De tal modo, Jesús refrendó la intuición inicial de su pariente; despierto a imagen y semejanza del Padre, el carpintero de Nazareth recorrió campos y ciudades convertido en la encarnación de la más elevada idea divina: el Amor incondicional, bálsamo eterno para prójimos y enemigos, que despeja las tinieblas del materialismo y saca a la luz la inmortalidad espiritual que late en cada ser que habita el infinito Universo. Inmersos en el bautismo del Espíritu Santo, cada uno de nosotros puede emular al Nazareno, pues, como él mismo dijo, “cosas como éstas o mayores vosotros también las haréis”.
Jesús: Fuente de Agua Viva
Después de predicar un tiempo, Jesús llegó a la región de Samaria. Un día, se encontró con una mujer que estaba cerca de un pozo. “Dame de beber”, le pidió Jesús. Judíos y samaritanos estaban profundamente enemistados, por lo que la petición del Nazareno era extraña, inusual.
“¿Cómo es que tú, siendo judío, me pides agua a mí, que soy samaritana?”, inquirió la mujer.
Respondió Jesús:
“Si supieras quién es el que te ha dicho Dame de beber, sabrías que yo te puedo dar agua viva”.
Atónita, la mujer replicó:
“No tienes cubo y el pozo es profundo; ¿cómo es que me vas a dar agua viva?”.
Jesús insistió:
“El que beba del agua del pozo volverá a tener sed. Pero el que beba del agua que yo le daré jamás tendrá sed y dentro de él se hará una fuente de agua que le impartirá Vida Eterna”.
“Señor –respondió impresionada la samaritana- ¡dame de esa agua, por favor!”.
“El que quiera entrar en el Reino de los Cielos deberá nacer del agua y del Espíritu”, afirmó sabiamente el ebanista de Nazareth.
Autor: Carmelo Urso
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