Herreros celestes Galia, 54 a. C. Un prisionero del ejército de los eburones –tribu celta que vivió en la actual Bélgica– sugiere que en sólo tres horas, según lo anotado por Cayo Julio César en el Libro VI de su De bello gallico, los soldados «… habrían podido llegar a la ciudad de Atuatuca, donde las tropas de los romanos habían acumulado todos sus bienes». Pero si hoy buscásemos Atuatuca, difícilmente la encontraríamos en algún atlas geográfico.
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Tendríamos que interesarnos por Tongeren, el nombre moderno de aquella aldea de Flandes, en la provincia de Limburgo. Pero ¿por qué buscarla? ¿Quizá porque es la ciudad más antigua de Bélgica? No, ciertamente. Entonces, ¿por qué nos fijamos ahora en una sugestiva localidad que en un pasado lejano fue teatro de empresas bélicas entre las tropas de César, los germanos y pueblos casi olvidados como los eburones –con su jefe Ambriorix– o los condrusos? Porque en Tongeren, en su centro histórico, a breve distancia de la hermosa basílica de Nuestra Señora, se ubica el Museo Galo-Romano, edificado sobre la que otrora fuese una lujosa villa romana. Precisamente ahí, resguardado tras una vitrina, se conserva un pequeño objeto de bronce, de unos doscientos gramos de peso, supuestamente obra de los «metalúrgicos» de la localidad, datado en el siglo V d. C., quizá céltico y, sin duda, ¡incomprensible! Fue descubierto durante una excavaciones arqueológicas efectuadas a finales del siglo XIX cerca del río Cher. No es único; me consta que existen otros artefactos muy parecidos hallados en el entorno del Loira, en la Frisia holandesa y también en el condado galés de Pembroke. Otros fueron encontrados en Arlés y a orillas del Danubio. Casi todos, en cualquier caso, en áreas dominadas por cultos druidas… Se trata de un dodecaedro, uno de los llamados «sólidos platónicos», a los que volveremos más adelante, que muestra en cada una de sus doce caras un orificio de diferente diámetro según la cara sobre la que se ha practicado. Y, para complicar la vida a los arqueólogos, presenta una pequeña esfera en correspondencia con cada ángulo. ¿Qué era? ¿Para qué estaba destinado? ¿Se trataba quizá de una especie de dado para un juego del que no conocemos sus reglas? Bastante improbable. ¿Y para qué servirían entonces las diferentes aberturas circulares? ¿Y las pequeñas esferas? Podríamos argüir: era la cabeza de un arma parecida a una maza. Totalmente imposible. No la habrían hecho cóncava, por lo tanto fácilmente deformable y poco «ofensiva», a pesar de la presencia de las extrañas esferas. Probemos con otra idea: era el habitual «objeto de culto» con el que cualquier arqueólogo en dificultades –y escaso de argumentos «sólidos»– oculta su incomodidad al explicar la presencia de objetos manufacturados, productos del ingenio humano, que no se sitúan en el universo lógico de nuestros conocimientos. Tal vez, pero también esta última explicación no llega a convencerme del todo, aunque ofrezca un argumento para ulteriores reflexiones. De modo que me atrevo a plantear otra hipótesis –¡sólo una hipótesis!–. Consideremos la posibilidad de que el «Dodecaedro de Tongeren» fuera concebido como un objeto relacionado de alguna manera con el «mundo de las ideas», con una concepción «mágica» del cosmos, un intento de representar el mundo real para tratar, quizá, de influir en él. Refirámonos, aunque sea desde lejos, a Platón.
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El mundo de las ideas
«… Y los platónicos relacionan cuatro sólidos regulares a estos cuatro elementos (aire, agua, tierra, fuego), y el quinto al cielo… El dodecaedro al cielo porque, como éste es el más amplio de todos los elementos y abraza a todas las cosas, así el dodecaedro es el más grande de los cinco sólidos encerrados dentro de una esfera, y puede circunscribir cada uno de los otros, como Hipsicles demuestra con los anafóricos… ». Así se expresa el matemático y filósofo Francesco Maurolico (1494-1575) en su Cosmographia al hablar de los «sólidos platónicos». Pero ¿por qué un sólido regular como un dodecaedro era asimilado con todo el universo? Porque en la antigüedad ya habían advertido lo raras que eran las figuras sólidas dotadas de simetría, comparables con los polígonos regulares de la geometría plana. Sólo cinco eran los poliedros regulares que la geometría sólida ofrecía a quien buscaba estrechas analogías entre el mundo de las ideas, el universo matemático y el universo físico. Aunque Euclides, en el libro XII de su obra Elementos, es de opinión contraria, es a Platón a quien se le atribuye el descubrimiento –base de su cosmogonía– de los sólidos simétricos que a partir de él han tomado precisamente sus nombres: cubo, tetraedro, octaedro, dodecaedro e icosaedro. «...Y antes de todo, que fuego y tierra y agua y aire sean cuerpos, resulta claro. Pero cada especie de cuerpo tiene también profundidad… Faltaba una quinta combinación (después de haber examinado la composición ‘geométrica’ de los otros sólidos regulares) y Dios contribuyó a decorar el universo», escribe Platón en su Timeo (XX, 55), asociando la «quinta combinación» –el dodecaedro– a lo creado o a una especie de éter que debería invadirlo todo. Enorme fue el éxito que estos cinco «Sólidos platónicos» tuvieron en la cultura occidental. Piero della Francesca lo trató en su Libellus de quinque corporibus regularibus, y el gran matemático Luca Pacioli afrontó el tema de las cinco figuras sólidas regulares y de su correspondencia con algunos elementos de la naturaleza en De divina proportione. Sin olvidar, obviamente, a Kepler y sus obras Harmoniae mundi, de 1619, y Mysterium cosmographicum, de poco tiempo después, tratado en el que se esfuerza por «justificar» los movimientos de los planetas en base a las características geométricas de los «Sólidos platónicos»: «… La Tierra es la esfera que mide todas las otras. Circunscribe a ella un dodecaedro: la esfera que lo comprende será Marte. Circunscribe a Marte un tetraedro: la esfera que lo comprende será Júpiter. Circunscribe a Júpiter un cubo: la esfera que lo comprende será Saturno…». Los sólidos geométricos regulares, los platónicos –sobre todo nuestro dodecaedro–, surgieron como modelo matemático para buscar una relación entre macrocosmos y microcosmos, porque las ideas que se tenían sobre lo infinitamente grande se reflejaban, en algunos casos, en lo infinitamente pequeño, sobre todo en ciertas manifestaciones del «Reino mineral».
Con respecto al dodecaedro, resulta sumamente interesante –a fin de poder avanzar alguna hipótesis plausible respecto al hallazgo de Tongeren– comprobar cómo en la magna Grecia, sobre todo en Sicilia, se hubiesen encontrado muchos cristales de pirita con estructura casi perfectamente dodecaédrica. Y aun más interesante resulta el hecho de haber hallado en algunos sitios arqueológicos italianos objetos de forma dodecaédrica datados en el siglo VI a. C.
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¿Ayuda didáctica? Por tanto, por qué no conjeturar que el «Dodecaedro de Tongeren» haya tenido un papel similar a aquel del famoso «Hígado de Piacenza», utilizado por los arúspices etruscos en el arte de la adivinación y, quizá, para enseñar a sus discípulos otras disciplinas. ¿Por qué no pensar que fuera utilizado por los sacerdotes, por los druidas, para explicar a los alumnos el origen del mundo observable, la estructura misma de la creación? ¿Quizá en los agujeros de diferente diámetro del «Dodecaedro de Tongeren» se introducían esferas que representaban algunos cuerpos celestes? Tal vez era algo parecido a la curiosa joya realizada con hilos de oro que los sabios tibetanos –desde el siglo VI a. C– usaban para ilustrar el nacimiento de la materia del «Caos primigenio», el concepto de «Huevo cósmico», las polaridades del Bien y del Mal. Por el momento, no sabría decir nada más respecto al extraño hallazgo de Tongeren. Sólo espero que no nos suceda lo que –según Jámblico– le ocurrió al pitagórico Hipaso de Metaponto, que fue tragado por el mar al haber sido condenado ¡por haber revelado el secreto de la esfera circunscrita a un dodecaedro!
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Hierro inoxidable
La antigua metalurgia no ha agotado sus argumentos. Otros hallazgos esperan la respuesta de una ciencia que aún no sabe cómo interpretarlos. India, Delhi. Siglo V d. C. Aquí, atravesando la más antigua mezquita –la Quwwat-ul-Islam –, surge todavía una majestuosa columna de hierro, de unos siete metros, clavada al suelo desde hace mucho tiempo. Parece tratarse de una porción de una estructura ya destruida, de hierro, imponente, de la que queda una simple columna. Pero no. Estamos ante una columna muy particular, porque en los últimos doce siglos (quizá desde el 413 d. C) no ha sido afectada por el óxido, pese a haber sufrido lluvias torrenciales y tempestades monzónicas. Aparece más bien increíblemente lisa y resplandeciente, como si la lustrasen todos los días.
Hace algunos años se descubrió que fue hecha con muchas piezas pequeñas soldadas entre sí. Sólo recientemente las manos de los fieles, que la tocan con frecuencia como señal de buena suerte, han provocado la aparición de extrañas manchas blancas en su parte inferior. Este extraño cilindro de hierro muy puro –posiblemente ahí radique su milenario secreto– tiene un diámetro de unos cuarenta centímetros y, como hemos mencionado, mide siete metros, aunque ignoramos qué longitud tiene la parte no visible, y debe de pesar más de seis toneladas.
En su base tiene grabado el epitafio del rey Chandragupta II, muerto en el 413 d. C. Pero es probable que fuera edificada mucho tiempo antes por expertos metalúrgicos de los que no se tienen noticias. Ni de ellos ni de sus técnicas. ¿Cuál podría haber sido su función real? ¿Era sólo una columna aislada o formaba parte de una estructura mucho más compleja? ¿Por qué no se han hallado otros objetos con las mismas características?
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Aluminio chino China, siglo III d. C. En esta lejana parte del mundo tienen lugar los funerales del general Chou Chu (265-316 d. C.), de la dinastía Tsi occidental, que tuvo el mérito de unificar temporalmente los diferentes reinos en que se dividía ese vasto territorio. Los arqueólogos chinos, hacia finales de la década de 1950, excavan en el sitio donde se encuentra el sepulcro del general. Aquí, entre lo que queda de los suntuosos paramentos donde está sepultado, se descubre una extraña hebilla. Singular no tanto por su estimable factura, sino por el material con el que se fabricó. Exámenes metalúrgicos efectuados en el Instituto de física aplicada de la Academia de Ciencias de China han descubierto que la hebilla se compone de un 5% de manganeso, un 10% de cobre y un 85% de… ¡aluminio! Y es aquí donde surge lo realmente increíble, porque el procedimiento electrolítico para producir aluminio de la bauxita fue descubierto en 1808 y puesto a punto en 1854. El asunto resulta muy misterioso porque para obtener aluminio de la bauxita no sólo se necesitan altas temperaturas (próximas a los 960º C) –que bien se podían haber alcanzado en la antigüedad– sino que requiere el empleo de corriente eléctrica de baja tensión pero a altísima intensidad de corriente, ¡hasta 300.000 amperios! Entonces, ¿cómo se obtuvo ese aluminio? ¿Su extracción de la bauxita se realizó con un método que escapa a la moderna tecnología metalúrgica?
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Metalurgia etrusca
Vayamos ahora a regiones mucho más próximas y accesibles. Elba, julio de 2001. Quien escribe estas líneas se dirige a esta bella isla, asociada con el exilio de Napoleón, para participar en unas jornadas organizadas por la Asociación Italiana de Metalurgia, y llevar a cabo experimentos sobre antiguas técnicas utilizadas por los etruscos para la producción de hierro, partiendo de la hematita.
El promotor de esta idea es Gino Brambilla, inspector honorario para la arqueología de la isla de Elba. Brambilla, apasionado conocedor de todos los secretos de los antiguos herreros etruscos, ha fabricado algunos hornos para ilustrar cómo pudo ser posible producir hierro con medios relativamente sencillos. Y todo eso hasta finales del siglo I a.C, un siglo después de la conquista de la isla por parte de los romanos. Lamentablemente, el paso del tiempo ha borrado casi por completo los hornos originales y las antiguas fraguas etruscas. Pero algo ha quedado y Brambilla ha tenido la constancia de rastrear sus huellas y la suerte de encontrarlas.
En el siglo V a. C. los etruscos habían creado un centro para la producción de hierro cercano a la fortaleza edificada sobre la colina de San Bartolomé. No queda mucho de aquellos antiguos hornos, sino restos que se remontan al siglo XII y no serían muy distintos de las estructuras utilizadas casi dieciséis siglos antes, que han permitido a este vehemente investigador fabricar hornos al estilo etrusco y –viajando hacia atrás en el tiempo– hacernos revivir los mágicos momentos en los que se podía obtener el preciado metal partiendo de las otrora inagotables minas de hematita.
Tres grandes bloques de granito dispuestos en semicírculo, asentados en una base de arcilla, constituían la mitad de la estructura del horno; la otra estaba hecha con bloques más pequeños de granito que le otorgaban un aspecto prácticamente cilíndrica. Unas oportunas aberturas permitían la salida de la escoria resultante de la fusión, mientras un tubo de arcilla, colocado a cinco metros de altura, servía para distribuir en el horno el aire producido por un gran fuelle. Se echaban en el horno algunos quilos de carbón de leña –mientras dos fogoneros voluntarios movían el fuelle– y a continuación la hematita triturada. Cuando se tenía la certeza de que el horno no se iba a apagar –la temperatura interior alcanzaba los 1.300º C– se llenaba de carbón.
Hematita triturada Una hora más tarde, cuando se había agotado la mitad de este combustible, se añadían unos diez quilos de hematita triturada. Se repetía la operación varias veces; después de dos horas empezaba a salir la escoria, hasta que tras diez o doce horas el mineral estaba totalmente reducido. Quitado el pequeño muro de bloques de granito, se extraía una especie de «esponja de hierro» que, troceada en cinco o seis partes y trabajada con la fragua y el martillo, originaba lingotes de hierro con los que se podían fabricarse armas y diversos utensilios. Pero, ¿fueron así las cosas hace más de veinte siglos? Quizá sí, al menos si hacemos caso de los tratados arqueológicos que han llegado hasta nosotros. Y esto mismo, en síntesis, es a lo que logró Brambilla al ejecutar las operaciones descritas… excepto una. Como resultaba muy laborioso manejar la pesada fragua construida para la ocasión, una potente aspiradora –accionada «inversamente»– la sustituyó de manera eficaz, ¡en una sugestiva combinación de tecnologías antiguas y comodidades modernas! | |