Las radiaciones invisibles
Existe una ciencia denominada Geobiología que se ocupa de estudiar la influencia de la Tierra, de las energías sutiles y de las radiaciones electromagnéticas, sean estas últimas de origen natural o artificial. Es una ciencia relativamente moderna, pero ya desde muy antiguo, aun sin contar con instrumentos detectores, ni estudios o investigaciones, muchos pueblos la han venido aplicando a lo largo de la historia.
Ejemplos claros los tenemos en las pirámides egipcias, construidas según una orientación y en un emplazamiento determinados; o en los círculos megalíticos, dólmenes o menhires de la cultura de los betilos o de los pueblos célticos; o en los antiguos emperadores chinos, quienes no construían ningún palacio sin el consejo y asesoramiento de un experto en geomancia; o en los romanos, que asentaban sus campamentos o ciudades en los lugares donde observaban que los pastos eran beneficiosos para sus ovejas; o en las tribus nómadas del desierto africano (bereberes, saharauis), de Europa central (gitanos) o de Oriente Medio), que actualmente siguen acampando sólo en los lugares elegidos previamente por sus perros para tumbarse a descansar (Véase el artículo 'Los animales, expertos en radiaciones').
Todos estos pueblos y civilizaciones milenarias conocían la existencia del campo magnético natural que rodea el planeta. Pero el hombre moderno ha perdido gran parte de esa sabiduría ancestral, que implicaba conocer los puntos y lugares de la tierra en los que las energías y las vibraciones electromagnéticas son positivas, para beneficiarse de ellas o, por el contrario, negativas para alejarse y evitarlas.
En concreto, entre las energías naturales antes citadas destacan las denominadas líneas Hartman, en honor del doctor alemán que las descubrió. Se trata de una red invisible, de una cuadrícula de energía que envuelve todo el planeta y cuyos cruces pueden resultar negativos para la salud. Tan negativos como las fallas geológicas, las corrientes telúricas o de aguas subterráneas o la propia radiación generada por la electricidad natural.
Hoy se sabe que el planeta Tierra se comporta como un gigantesco imán, cuyos extremos casi coinciden con los polos geográficos. Las inversiones magnéticas ocurridas en el pasado remoto provocaron que, por ejemplo, desaparecieran los cinturones Van Allen y los seres vivos quedaran expuestos a las radiaciones del espacio. Según algunos investigadores, ello pudo ser una de las posibles causas de la extinción de los dinosaurios. Actualmente, el deterioro de la capa de ozono es otra llamada de alerta sobre el peligro que dichas radiaciones implican.
Los seres humanos cambian de comportamiento o ven influidos sus estados de ánimo tras una tormenta eléctrica, una lluvia que aporta iones negativos a la atmósfera, un calor sofocante o un viento fuerte, como la tramontana (Norte) o el mestral (Noroeste). Los animales, a su vez, detectan las alteraciones magnéticas y son especialmente sensibles antes de que tenga lugar un terremoto u otro desastre natural.
Las líneas de alta tensión producen efectos muy serios sobre la salud humana, a pesar de los esfuerzos de las compañías eléctricas por hacer creer que se trata de informes infundados. La propia OMS ha alertado sobre esos negativos efectos.
Otro ejemplo es la existencia de magnetosomas (óxidos férricos, como la magnetita) en el cerebro de varios animales, entre ellos los delfines o las palomas. Se trata de un tejido asociado a las fibras nerviosas, que es sensible a los cambios del campo magnético según su intensidad, y que les sirve para orientarse, como si fuera una auténtica brújula.
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