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Lugares de Poder: Valencia mágica
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De: Thenard  (Mensaje original) Enviado: 30/06/2010 21:58
Desde una concepción filosófica de la vida, la magia es algo que impregna constantemente nuestra existencia. Esa actitud llevada a la práctica permite al ser humano ver en cada cosa, en cada lugar, un aspecto mágico que podría pasar desapercibido cuando nos acostumbramos a verlo todo de un modo profano.

En este caso, hablar de la Valencia mágica nos llevará a recordar algunas de sus tradiciones, acontecimientos y hechos que llevan, indudablemente, el sello de lo prodigioso, lo mistérico o simplemente lo legendario, pues de todo encontramos en la historia de esta tierra.
Valencia vive a orillas de un mar tranquilo y sosegado, sensación que transmite al espíritu del valenciano. Un mar que nos trae en su brisa mensajera un agradable olor a yodo y sal, pero también el olor de la Historia, de la tradición, de la cultura, de antiguas civilizaciones que lo surcaron con sus barcos y que no dudaron en asentarse en tan bellos y fecundos parajes.
Un mar amenazado hoy, como tantas otras cosas, por la ignorancia y la barbarie del hombre de este siglo XX; un mar que antaño era orgullo y señal de hermandad entre muy distintos pueblos alejados físicamente por miles de kilómetros; por ello se le llamó el Mare Nostrum, «nuestro mar». Jamás el nombre de un mar fue tan sencillo y a la vez cargado de un sentido tan fraternal.
Este mar sirvió, como si de un gigantesco puente de agua se tratase, para unir civilizaciones a lo largo de muchos siglos. Antes de que las potentes naves del Imperio Romano surcaran sus aguas, lo hicieron los griegos, y anteriormente los fenicios, experimentados navegantes.

Los primeros pobladores conocidos de estas tierras fueron los iberos, en concreto los llamados edetanos que, indómitos y toscos, independientes y guerreando entre sí, fueron encontrados por los industriosos fenicios que llegaron a nuestras costas hace unos 3500 años, si bien nos resulta difícil determinar las poblaciones a las que dieron origen.
Más conocidas y famosas fueron las fundaciones griegas que, mucho tiempo después (800 años aproximadamente), encontramos en nuestro litoral. Una de ellas, enclavada en el cabo geográfico que separa los dos golfos levantinos, fue denominada Artemisión, en honor a la Diosa Artemisa (la Luna, lo femenino), cuyo culto introdujeron en nuestra península. Los romanos, que llamaban a esta Diosa Diana, denominaron a dicho lugar Dianium, y de ahí su actual nombre de Denia, donde todavía podemos ver los antiquísimos restos de esta formidable atalaya.
También fueron solar estas tierras de ciudades llamadas a hacer Historia, tanto dentro como fuera de nuestra península. Cuentan historiadores y poetas que Hércules, al atravesar lo que hoy llamamos España, perdió en ella a su compañero Zacynto, y que en el lugar donde le dio sepultura consagró una ciudad, la cual tomó su nombre; esa ciudad era Sagunto. Pero hubo un Hércules egipcio, uno fenicio y otro griego, ¿cuál de estos pueblos, representado por el famoso semidiós, construyó las murallas de Sagunto? Hoy es opinión general entre los arqueólogos que su primitiva fundación se remonta a tiempos pre-históricos o, por lo menos, a aquellos remo-tísimos y oscuros en los que muchos pueblos co-nocidos levantaban construcciones ciclópeas o pelásgicas, de las que aún quedan restos en Sagunto.

Algunos creen que la ciudad toma su nombre de navegantes y mercaderes griegos provenientes de la isla de Zacyntio. Según Tito Livio, gentes del Lacio vinieron a poblar la ciudad. De ser así, las estirpes más ilustres de la Antigüedad infundieron su genio y su cultura en aquella vetusta ciudad que, asentada a orillas del mar, acogía en su seno las naves extranjeras, mirando alegre al sol de levante, como buscando en sus primeros rayos la luz de la civilización que resplandeció en Egipto y Fenicia primero, en Grecia y Roma después.
Fue esta última la que levantó el teatro que hoy despierta tantas controversias por su reconstrucción, teatro que nos encandila en las noches mediterráneas con su mágica belleza y nos evoca otros tiempos en los que trataba de enseñar profundas verdades a los hombres.
En el inicio de las guerras púnicas, Aníbal cerca la ciudad, y tras una heroica defensa, ésta es destruida. Después del sitio de Troya no hubo otro más nombrado en la Antigüedad que el de Sagunto. Tito Livio cinceló sus hazañas en el bronce de la Historia, inmortalizándolas para que sirvieran de eterno ejemplo de lealtad y constancia.
Fue este mismo historiador el que hizo aparecer Valencia en la Historia por primera vez, cuando menciona que corría el año 615 de la fundación de Roma (138 a.C.), y siendo cónsul en Hispania Junio Bruto, éste otorga a los que lucharon «bajo Viriato» las tierras cuyo nombre era Valencia.
Esas dos palabras entrecomilladas hicieron correr ríos de tinta en dos direcciones bien distintas: unos pedían un origen lusitano o ibero para nuestra ciudad, otros defendían un origen romano.
La Historia parece haber dado la razón a estos últimos, pues los más recientes descubrimientos arqueológicos practicados en la ciudad nos hablan del desenterramiento de las termas más antiguas de nuestra península (cerca de 100 años a.C.). Por los apellidos encontrados en distintas inscripciones sabemos, incluso, que los romanos que fundaron la ciudad provenían mayormente de Nápoles y Pompeya.

S obre el origen del nombre de la ciudad circulan distintas leyendas y versiones. Unos aseguran que Romo, vigésimo rey de Iberia, fundó la ciudad a la que se denominó Roma. Y entonces sucedió algo muy curioso. Cuenta la Historia que cuando los hombres que habían partido de Troya junto con Eneas, huyendo de la matanza y la destrucción, llegan al Monte Palatino, encuentran una ciudad que los latinos llamaban Valentia. Los troyanos traducen este vocablo a su idioma como sinónimo de fuerza y de valor y llaman a la ciudad Roma. Más de seis siglos después, unos romanos llegan a una ciudad a la que algunos llamaban Roma; ellos traducen este vocablo a su lengua y la llamarán Valentia, nuestra Valencia, quedando de este modo tan curioso unidas por su nombre y origen ambas ciudades.
Los romanos levantaron sus centros mágicos en lo que hoy se considera el centro histórico de la ciudad. Los templos a Diana y a Esculapio ocupaban lugares preferentes. Dichos lugares servirán para el posterior asiento de la Mezquita en época musulmana; los cristianos levantarán su Basílica a la Virgen sobre el Templo de Diana, la Diosa Virgen de los romanos, asociada con la Luna y los Misterios Femeninos; sobre el Templo de Esculapio se alzará la Catedral.
Así nació a la Historia Valencia, que tras el derrumbe del mundo romano y de un corto período visigótico, fue poblada por los cultos y laboriosos musulmanes que, en una época de gran esplendor, convirtieron la ciudad en uno de los más bellos jardines de su tiempo. Perfeccionaron los canales de riego y crearon un tribunal de corte oriental que todavía funciona después de más de mil años de existencia: el Tribunal de las Aguas, cuyos juicios son orales y sus sentencias reconocidas como legales, recordándonos esa época de oro donde la palabra de un hombre era suficiente.
Aparte del arroz, que ha hecho tan famosa a Valencia, los pueblos árabes traen sus grandes conocimientos de Medicina, Astrología, Alquimia, Matemáticas y los secretos que conseguían en nuestra cerámica los reflejos metálicos que luego se perdieron, hasta que recientemente parece ser que se ha vuelto a encontrar la fórmula que los producía.
Llamaron Al-Buhera a un gran lago de 14.000 hectáreas de superficie que hoy han quedado reducidas a 400. De ahí el nombre de Albufera que significa, justamente, lago. Y los Jardines de Ruzafa eran uno de los lugares más deliciosos de España.
 
 
Desde una concepción filosófica de la vida, la magia es algo que impregna constantemente nuestra existencia. Esa actitud llevada a la práctica permite al ser humano ver en cada cosa, en cada lugar, un aspecto mágico que podría pasar desapercibido cuando nos acostumbramos a verlo todo de un modo profano.

Transcurría el año 1094 cuando Rodrigo Díaz de Vivar, caballero burgalés conocido como el Cid Campeador (del árabe sidi: señor), toma la ciudad. Muy poco va a ser el tiempo que quede bajo dominio cristiano. El caudillo de Túnez y treinta reyes más se unen para recuperarla, siendo el resultado una encarnizada batalla donde los del Cid llevan la peor parte, sucediendo aquí un hecho que se tiene por legendario. Muerto el Cid a causa de diversas heridas, sus hombres ponen su cadáver rígido sobre el leal Babieca, su caballo, le atan su espada cuidadosamente y lo hacen salir de la ciudad. Su sola presencia siembra el espanto entre las filas moriscas, venciendo así su última batalla después de muerto, abriendo camino entre las huestes enemigas.
A finales del siglo XII el llamado Rey Lobo marca el final del mundo musulmán valenciano, que se desangra dividido en graves discordias internas.
Es entonces cuando aparece en la Historia la mítica figura del Rey Conquistador: Jaime I de Aragón. Su padre muere en la Aquitania francesa luchando contra el cruel Simón de Monforte, que había sido elegido para exterminar ese movimiento de pureza que se dio dentro del cristianismo y que se denominó la herejía cátara. Fue este Simón de Monforte quien, cuando uno de sus soldados le preguntó cómo harían para distinguir a los que no fuesen cátaros, respondió: «Matadlos a todos que Dios, allá arriba, ya los distinguirá».
Jaime I, recluido durante un tiempo en el castillo de Monzón, escapó de él a los nueve años. Fue educado por el Maestre de la mística y poderosa Orden de los Templarios. En plena campaña de conquistas y pese a la oposición de algunos de sus nobles, que no veían con buenos ojos el poder creciente del Rey, la Valencia mora pacta su rendición y el 9 de octubre de 1238 Jaime I entra con sus tropas victoriosas en la ciudad. Muchos musulmanes la abandonan cargando en un fardo sobre sus espaldas sus enseres más valiosos. Como recuerdo de este hecho, todos los años, en esa fecha, ha quedado la costumbre de la «Mocadora», que consiste en regalar a la compañera querida un pañuelo grande repleto de dulces y golosinas.
Este Rey fue también un gran legislador y le dio a Valencia una constitución ejemplar para su tiempo, que se denominó Els Furs o «Los Fueros». Algunas partes de la ciudad las distribuyó entre las distintas Órdenes que le habían ayudado en la conquista. Así dio las torres más altas de la ciudad al Temple, y a la de Calatrava una parte importante que todavía hoy podemos ver por los nombres de las calles donde residían, como Caballeros, Calatrava, Catalans, etc.
En 1319, uno de sus sucesores, Jaime II El Justo, ordena la construcción del castillo que albergará a los caballeros de la Orden de Nuestra Señora de Montesa, que acogerá a los caballeros templarios que tan injusto trato habían recibido en otros lugares a causa de la perfidia de un rey, Felipe el Hermoso de Francia, y la debilidad de un Papa que él mismo había elegido. Se dice que en este castillo se guardaban los archivos del Temple que consultará Colón antes de iniciar sus célebres viajes.

A pocos kilómetros de allí ocurría algo misterioso y digno de recordarse. El conde de Cervelló fue, en tiempos, dueño del lugar de Anna. En una ocasión, siguiendo a un jabalí que había herido, el conde y el criado que le seguía descubrieron entre la espesura la entrada de una caverna cuya existencia desconocían. Penetraron en ella y se encontraron con un manantial que había sido cuidadosamente acondicionado para que sus aguas se distribuyeran convenientemente calibrando el caudal según fuera necesario. Una extraña obra de ingeniería realizada por gentes desconocidas en tiempos inciertos. El conde adivinó que aquella obra misteriosa era la causante de la riqueza inmensa de las fuentes del contorno, y que se había construido de tal modo que ella sola podía regular el caudal de todos los manantiales de la comarca, incluido el que proporcionaba agua a la laguna. A la vista de aquel ingenio el conde se plantea el dilema de darlo a conocer a la gente de la comarca o guardar el secreto de su descubrimiento. En su mente surgió la idea de que si llegase a ser conocido, los campesinos lo manipularían a su antojo, distribuyendo el agua conforme a caprichos que, eventualmente, podrían causar perjuicio a otros. Mandó, pues, al criado que le acompañaba, que tapiase la entrada de la cueva que habían descubierto, y nadie ha vuelto a saber de dónde proceden las aguas de las numerosas fuentes que riegan los contornos del pueblo y que le dan esa riqueza.
Valencia siempre estuvo muy relacionada con los cultos femeninos, derivados de su proximidad al mar y de la gran cantidad de fuentes de las que goza. Tanto es así que el escudo más antiguo de la ciudad la representa sobre las aguas, lo que hizo que los griegos la llamarán Hidrópolis.
A mediados del siglo XV María de Castilla regalará a Valencia la Copa Mís-tica o Grial que todavía se conserva. Se dice que esa copa es la auténtica, la que tan ardientemente buscaron durante siglos generaciones enteras de caballeros andantes y que dio origen a obras de gran contenido simbólico y filosófico durante la Edad Media, como el conocido ciclo artúrico.
Realmente, parecía que Valencia poseía la sabiduría del Grial, porque pronto empiezan a surgir hombres tan ilustres como Jaime Roig, el gran satírico, Ruiz de Corella, ferviente vate místico, o Ausias March, émulo de Petrarca.
Los maestros constructores también dejaron su huella en la Valencia mágica, como vemos en las Torres de Serranos (gótico militar), la Lonja (uno de los pocos ejemplos de gótico civil) o el campanario de la Catedral, denominado Micalet o Miguelete, y en cuya factura encontramos hasta veintinueve signos distintos de maestros canteros.
Estos constructores dejaron en Valencia uno de esos mapas pétreos del cielo que vemos repartidos por la geografía de todo el planeta. En concreto, según estudios astronómicos, los nueve principales monumentos de la ciudad (Torres de Serranos, Generalitat, San Nicolás, Torres de Quart, Lonja, Catedral, Palacio del Almirante, San Juan del Hospital y Santo Domingo) reproducen, casi exactamente, la constelación de la Osa Mayor.
También cuenta nuestra Valencia mágica con una Deidad Tutelar o Ángel Custodio, en honor del cual quedan canciones como ésta:
«Ángel Custodi de Deu infinit
guardeu la ciutat de día y de nit
per a que no entre el mal espirit».
Tuvo tal raigambre la devoción y confianza que el pueblo tenía en él, que durante la peste que asoló la ciudad en 1475, la Magistratura Suprema mandó que se pintasen sobre cuatro grandes tablas las imágenes del santo Ángel Custodio, y en medio de una pompa solemne se colocaron en las cuatro puertas principales de la ciudad para ahuyentar así a los causantes de tanta enfermedad y desolación.
N uestras fiestas tradicionales también recogen, por supuesto, ese perfume de magia que aspiramos casi sin darnos cuenta. Por un lado el Carnaval o Carnestoltes, que se celebra cuarenta días antes de Semana Santa. En nuestro Siglo de Oro se hablaba de Carnestolendas, refiriéndose al momento en que se iba a suprimir la carne. En Italia, en el siglo XVIII, comienza a hacerse común el término de Carne-vale, final de la carne, aludiendo a la cercanía de su próxima prohibición durante la Cuaresma.
Estas celebraciones ya las encontramos en Roma, Mesopotamia y otros pueblos de la Antigüedad. Simbolizaban el regreso al caos, los Fuegos Sagrados se apagaban en espera del Fuego Nuevo. Tal confusión se representaba mediante la inversión de valores. Los amos servían a sus esclavos y se nombraba un nuevo Rey durante esos días. En España era llamado el «Pelele», el «Rey de las Fabas», porque era elegido al tocarle un haba escondida dentro de un pastel cocido. Éste es el origen de nuestro roscón de reyes, echar a suertes a quién le tocará ser rey durante el Carnaval.
Otra costumbre de estas festividades era golpear y colgar muñecos a semejanza de los que confeccionaban en Roma para ahuyentar a los malos espíritus, o perseguir perros y gatos hasta hacerlos salir de la ciudad, pues cumplían la función de chivo expiatorio.
En contribución a la inversión del orden, es tradicional arrojar agua a la gente o golpear-se con porras, escenas que tienen lugar en nuestras fiestas del Corpus. Todo ello se hacía para sembrar más desconcierto y desorden. El desencadenamiento de este caos no tenía más intención que la disolución del mundo viejo para dar nacimiento a otro ciclo de armonía y luz.
La muerte del Carnaval es la derrota del caos y trae emparejada la entronización del nuevo Rey, la Primavera. ¿Qué son las célebres luchas entre moros y cristianos sino la versión cristianizada del enfrentamiento entre las huestes nefastas del Invierno y las benéficas de la Primavera?
El Fuego Nuevo marcaba el inicio del año, que en Roma empezaba en el mes de marzo y que Valencia celebra con sus tradicionales fiestas falleras.
La palabra falla viene del latín fax, que significa tea, antorcha. Tienen su culmen dos días antes del comienzo de la Primavera y simbolizan la destrucción por el fuego de lo caduco (la estoreta velleta) y también de nuestros vicios y debilidades. Es la renovación que traen consigo las fuerzas primaverales.
Todas las cosas adquieren un nuevo sentido cuando las vemos a la luz de la Filosofía y de la Tradición. El hombre de hoy, arrastrado por esa invidencia espiritual, se aferra como puede a un jirón de su presente. Sin embargo, el hombre que participa de lo sagrado, se acerca a la Divinidad y adquiere, poco a poco, conciencia de Inmortalidad. Tal como afirma Jorge A. Livraga: «Quien no pueda salir de la jaula del materialismo, jamás podrá percibir estas maravillas ocultas en la Naturaleza, ni verá las huellas de los pasos de Dios sobre la Tierra».

José Manuel Alabau


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