En sus primeras expediciones por los Andes, Hiram Bingham oyó hablar de una ciudad perdida, al noroeste de Cuzco, que los conquistadores nunca habían conseguido encontrar. Bingham siguió muchos senderos, pero al final de ellos sólo encontró chozas en ruinas.
En julio de 1.911, Bingham en compañía de dos amigos científicos, algunos ayudantes indios y un sargento de policía, como escolta, comenzó a ascender el cañón del Urubamba. Durante tres días, mientras los indios iban abriendo un camino por la selva, fueron subiendo trabajosamente por sendas casi impracticables.
Una mañana apareció en su campamento un campesino que les refirió un relato sobre ciertas ruinas que yacían en la cima de la montaña al otro lado del río. El 24 de julio era un día frío y lluvioso, y los compañeros de Bingham estaban exhaustos, sin ánimos de continuar la ascensión. Bingham, que no tenía muchas esperanzas, logró convencer al campesino Melchor Arteaga y al sargento Carrasco para que le acompañaran.
Primero cruzaron el río, mediante un frágil puente construido por los indios y atado con ramas. Después, subieron la ladera a gatas.
Por fin, después de una ascensión agotadora de más de 700 metros, llegaron a una choza de paja, donde dos indios que allí había les ofrecieron agua fresca y patatas hervidas, y les dijeron que justo a la vuelta había unas viejas casas y muros.
Bingham dio la vuelta a la colina y se quedó maravillado con el espectáculo que tenía ante sus ojos. Primero vio cerca de cien terrazas de piedra escalonadas, admirablemente construidas, que medían centenares de metros: una especie de granja gigantesca que cubría la ladera y se alzaba hacia el cielo. Todo ello se encontraba medio oculto por un espeso entramado de árboles y matorrales, infestado de serpientes.
Uno de los descubrimientos más importantes realizado por Hiram Bingham fue el hallazgo de los muros de una mansión, primorosamente tallados, que tienen tres ventanas que miran hacia el sol naciente, tal como la legendaria casa real de donde se dice que partió el primer inca para fundar su dinastía.
No se sabe cuántos siglos antes, ejércitos de albañiles habían construido estos muros, cortando las rocas y transportándolas a mano. Otros tantos obreros habrían llevado hasta allí, quizás desde el valle inferior, toneladas de tierra, para convertir aquel lugar, que aún hoy es fértil, en cultivable. Detrás de las terrazas, parcialmente escondidas por la maleza, había más maravillas.
Tal vez la mayor joya arquitectónica que encierra Machu Picchu sea su conjunto de muros inclinados. En lo alto de la ciudad, donde se cree que los incas rendían culto al Sol, los distintos templos, que constituyen uno de los ejemplos más admirables de sillería primitiva que existe en el mundo, representan el trabajo de generaciones de maestros artesanos.
No hay dos piedras iguales; cada una fue tallada para ocupar un determinado lugar, con ángulos caprichosos y protuberancias meticulosamente labradas que encajan unas con otras, como si se tratara de las piezas de un rompecabezas.
En diversos puntos arrancan escalinatas laterales. Algunas escaleras de seis, ocho y diez peldaños, que conducen a un palacio, fueron talladas con su balaustrada de un solo bloque de granito. El sistema de abastecimiento de agua está formado por una ingeniosa procesión de fuentes que divide irregularmente la ciudad desde la parte superior hasta la inferior. El agua era conducida por una serie de acueductos de piedra desde los manantiales, que se encuentran a unos dos kilómetros de distancia, en la montaña hasta las fuentes de la ciudad a través de un complejo sistema de orificios practicados en los gruesos muros de granito.
En la construcción no se empleó argamasa; sin embargo, la unión entre dos piedras es tan perfecta que no se puede introducir ni la hoja de un cuchillo. Las principales calles de la ciudad forman escaleras; hay cerca de un centenar, entre grandes y pequeñas. La avenida central va en escalones consecutivos desde el nivel inferior, pasando ante docenas de casas, hasta la cima de la ciudad.
Algunos investigadores suponen que fue edificada cien años antes de la conquista de Perú por Francisco Pizarro, pero otros creen que su origen es mucho más antiguo. La espléndida arquitectura de sus edificios indica que allí vivían personas de la realeza.
En las fosas del cementerio se descubrieron 173 esqueletos, de los que 150 pertenecían a mujeres. Se cree que, a raíz de la caída del Imperio Incaico, algunas supervivientes, conocidas como las Mujeres Elegidas, huyeron a este retiro para ponerse a salvo de los conquistadores españoles y allí vivieron hasta su muerte.
Una de las razones por las que Machu Picchu continúa siendo un misterio es porque los Incas carecían de escritura. Nuestros únicos conocimientos sobre su civilización nos llegan a través de las crónicas escritas durante la conquista de Perú, pero en ninguna de ellas se menciona nada sobre esta fortaleza inca, lo cual demuestra que los conquistadores nunca llegaron a descubrirla.
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