Cuando las circunstancias nos invitan a la preocupación, la ansiedad y el afán, debemos aceptar el desafío de disfrutar en la presencia de Dios.
Vivimos en tiempos cuando la espera se hace cada vez más inaceptable. En otros tiempos la demora se medía en cuestiones de días y meses, hoy consideramos «demora» el tiempo que nuestra computadora tarda en abrir un programa, que el microondas requiere para calentar nuestro café, que una persona ocupa en atender el teléfono o que un semáforo toma para cambiar de la luz roja a verde. Es decir, la impaciencia se ha instalado con tal prepotencia en nuestras vidas ¡que medimos el uso eficaz del tiempo en cuestión de segundos! Y aún cuando la espera es ínfima, nuestro espíritu inquieto no puede controlar los sentimientos de ansiedad y afán que son propios de la existencia del hombre en la sociedad moderna.
La sabiduría popular afirma que la paciencia es el arte de saber esperar. El problema con esta definición no radica en lo innecesario que es saber esperar, más bien en creer que nuestra actividad principal cuando no podemos acelerar el tiempo es, precisamente, esperar.
Nuestro llamado primordial en la vida es a orientar nuestra existencia total hacia una respuesta a las permanentes invitaciones de Dios a caminar con él y buscar su mover en las situaciones más frustrantes. De esta manera podríamos definir la paciencia como el desafío de disfrutar de la presencia de Dios cuando las circunstancias nos invitan a la preocupación, la ansiedad y el afán.
Considere la siguiente situación, típica de nuestra existencia. Estamos esperando en una fila para hacer un trámite en alguna oficina del gobierno. Hemos entregado los papeles para iniciar el trámite y ahora no podremos retirarnos del lugar hasta que se finalice la gestión. En cierto momento llega un oficial e informa -los presentes ya están molestos- que el sistema de las computadoras se ha caído. Todos deberán esperar hasta que el sistema se habilite de nuevo. De inmediato pensamos en la lista de tareas urgentes que nos esperan en el trabajo. Comenzamos a caminar por el lugar con pensamientos airados contra el gobierno, sus empleados y el sistema al que están sujetos. Cuanto más tiempo pasa, más notoria es nuestra agitación interior y más visible nuestro fastidio. Es acertado afirmar que estamos esperando; pero no estamos disfrutando del momento. Nos hemos perdido de la oportunidad de meditar en Aquel que proclamamos como ¡el ser más importante del universo! DIOS.
Para pensar:
El mayor desafío cuando estamos fastidiados por las «intolerables» demoras que debemos «soportar» es el de aquietar nuestro espíritu. Es nuestra responsabilidad quitar los ojos de las circunstancias y elevarlos a Dios, para saber que él reina soberano en todo momento. La próxima vez que se encuentre en una situación sobre la cual no tiene control, lleve su espíritu a la presencia Dios y deje que él le conduzca junto a aguas de reposo.