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De: Thenard (Mensaje original) |
Enviado: 27/07/2010 21:32 |
James Stephens y los cuentos de hadas irlandeses
«Jamás debe dejarse enmohecer una espada, una pala o un pensamiento»
J. S., La olla de oro
James Stephens (Dublín, 1880 ó 1882-Londres, 1950), autor brillante, panteísta y extraño, es una de las voces más libres –no obstante su meticulosa escritura– de las letras irlandesas. Contemporáneo y amigo de Yeats, Synge y Lady Gregory, con quienes participó en el renacimiento literario irlandés, escribió novelas como The Charwoman’s Daughter y The Crock of Gold (1912)[1], o Deirdre, teatro (The Marriage of Julia Elizabeth), poesía (The Hill of Vision, Songs from the Clay y The Adventures of Seumas Beg), dos magníficas colecciones de cuentos (Here are Ladies y Etched in Moonlight), artículos y ensayos. Profundo conocedor de la mitología irlandesa, el gaélico, el pensamiento religioso oriental y la teosofía, conversador ingenioso y fascinante contador de cuentos, fue propuesto por James Joyce para completar su Finnegan’s Wake en el caso de que él no pudiera hacerlo.
A continuación, damos a conocer la primera versión inédita al castellano del cuento "El nacimiento de Bran", incluido en "Irish Fairy Tales" (publicado en 1920)./font>
CAPITULO I
Hay personas a quienes no les gustan nada los perros… Suelen ser mujeres, vaya Vd. a saber porqué, pero en este cuento es un hombre. Tanto los odiaba que se le oscurecía el semblante en cuanto veía uno, y le arrojaba piedras hasta que el animal huía espantado. Afortunadamente, y gracias al Poder que protege a toda criatura, este hombre padecía una bizquera que le hacía errar siempre el blanco.
Se llamaba Fergus Fionnliath y vivía cerca del puerto de Galway. Al escuchar un ladrido, pegaba un salto y le lanzaba lo que tuviera a su alcance.
Recompensaba a los criados que, como él mismo, odiaban a los canes, y cortejaba a las hijas de aquéllos que ahogaban a los cachorros al nacer.
Había otro hombre, Fionn, hijo de Uail, que era su opuesto, porque sentía gran afecto por los perros y lo sabía todo acerca de ellos, desde que les salía el primer dientecito hasta que se les aflojaba el último colmillo, largo y amarillento. Conocía sus gustos y sus antipatías; cuánta obediencia se podía esperar de un can domesticado sin que llegase a perder su dignidad o a volverse servil y receloso; sabía de sus esperanzas, de los temores que rebullen en su sangre, y todo lo que cabe exigir o esperar de una pata, una oreja, un ojo o un incisivo… Porque los amaba, y el amor es la fuente de todo entendimiento.
;Fionn tenía trescientos perros y dos favoritos, Bran y Sceolan, que lo acompañaban noche y día y a los que cuidaba con especial ternura. Pero nadie, aunque hubiese dedicado veinte años a investigarlo, sabría porqué los amaba tanto ni porqué jamás quería separarse de esos dos en particular.
La madre de este Fionn, una bella mujer llamada Muirne, fue una vez a la ciudad Allen de Leinster a visitarlo, acompañada por su hermana menor, Tuiren. Las gentes de Fianna dieron a ambas la bienvenida, por ser parientes de Fionn, y también por hermosas y nobles.
No hay palabras para describir lo seductora que era Muirne, pero a Tuiren no había varón que la mirase sin enfadarse consigo mismo o sentirse desdeñado, porque su tez era fresca como una mañana de primavera; su voz, más alegre que el canto del cucú desde la rama más alta del seto, y su silueta, grácil como el junco y fluida como el agua del río, así que cada hombre imaginaba que corría hacia él.
Los casados se entristecían al advertir que nunca sería su mujer y los solteros se desafiaban con miradas truculentas e inyectadas en sangre, para contemplar acto seguido a la bella con tal expresión de mansedumbre y ternura que pudiera creerse admirada por la tibia aurora.
Tuiren entregó su corazón a un caballero del Ulster, llamado Iollan Eachtach, que la pidió en matrimonio haciendo una declaración de sus derechos, títulos y cualidades.
Aunque Fionn no sentía especial enemistad por los hombres del Ulster, antes de dar su consentimiento al matrimonio de su tía impuso una extraña condición (que sugería que los conocía poco o demasiado bien): Iollan le devolvería a Tuiren ante la primera señal de que ésta no era feliz. Iollan aceptó ante tres testigos: Caelte mac Ronan, Goll Mac Morna y Lugaidh. Fue éste último quien entregó ritualmente a Tuiren, aunque sin ningún entusiasmo porque también él la amaba. Y cuando ella marchó, Lugaidh escribió un poema que decía:
“Ya no hay luz en los cielos…”
y que aprendieron de memoria cientos de personas tristes.
CAPITULO II
Tras la boda, Iollan y Tuiren fueron al Ulster, donde vivieron juntos muy felices. Pero el cambio es ley de vida, nada puede permanecer en su estado por mucho tiempo y la felicidad debe volverse desdicha, aunque no para siempre. Además, pocas veces dejamos el pasado tan atrás como quisiéramos: suele ir por delante, cerrándonos el camino y poniéndole la zancadilla al futuro, precisamente cuando creemos tener vía libre para ser dichosos.
Aunque Iollan no se avergonzaba de su pasado, lo daba por concluido sin sospechar que no había hecho más que empezar, ya que ese perpetuo comenzar del pasado es lo que llamamos porvenir.
Antes de unirse a las gentes de Fianna, Iollan había estado enamorado muchos años de un hada del Shi, llamada Pecho Hermoso [2] . ¡Cuántas veces la había visitado en el País de las Hadas! ¡Con cuánta expectación e impaciencia había acudido! Todo el mundo en Shí conocía su particular silbido de amante, y su nombre estaba en boca de más de una de las delicadas damiselas del País de las Hadas!
—Pecho Hermoso, ése que silba es tu novio- le decía su hermana.
Y ella respondía:
—Sí, es mi amante mortal, mi latido y mi único tesoro.
Y dejando la rueca, o el bordado que estuviese tramando o la tarta que estuviera horneando, Pecho Hermoso volaba rumbo a Iollan. De la mano iban juntos entonces al campo que huele a azahares y miel, sobrevolaban las copas de árboles frondosos y las nubes danzantes y llenas de luz o soñaban, unidos en un abrazo que también era el de sus miradas, al contemplarse ensimismados… Iollan miraba los pozos grises y dulces que asomaban temblorosos bajo las cejas finas de su amada, y Pecho Hermoso avistaba grandes pozos negros en constante oleaje de ensueño y pasión.
Luego él volvía al mundo de los seres humanos y ella a sus faenas en la Tierra de la Eterna Juventud.
—¿Qué te dijo? -- le preguntaba la hermana.
—Que soy su Fruta de la Montaña, la Estrella de la Sabiduría, y su Flor del Frambueso.
—Siempre dicen lo mismo…
—Pero también ven y sienten otras cosas- murmuraba Pecho Hermoso, reanudando la conversación.
Por eso, al hada le asombró mucho que Iollan no volviera por allí. Para colmo, la hermana no dejaba de hacer suposiciones, a cuál más inquietante.
—Si hubiese muerto, estaría aquí. Por tanto, sigue vivo. Pero te ha olvidado, hermanita.
Se supo entonces que Iollan y Tuiren se habían casado. Al enterarse, a Pecho Hermoso el corazón le saltó un latido y cerró los ojos.
—¡Ya te lo decía yo! ¡Qué poco dura el amor de un mortal!- exclamó su hermana con tono de triste triunfo.
Pecho Hermoso sufrió un ataque de celos y desesperación tal como nadie en el Shí había conocido jamás, y desde ese momento se volvió capaz de cometer toda clase de maldades, ya que los celos son tan difíciles de dominar como el hambre. Y decidió que la mujer que la había suplantado en el amor de Iollan lamentaría haber nacido. Cultivó la venganza en su corazón, mientras meditaba en soledad y en amargo recogimiento, hasta que forjó un plan.
Como conocía las artes de la magia y la metamorfosis, cambió de forma adoptando la de Mensajera de Fionn, la mujer más conocida de toda Irlanda, y así partió del País de las Hadas hasta llegar al mundo de los humanos. Se encaminó a la casa del joven. Y éste se asombró ante la llegada de la mensajera.
lamaron entonces a la hermosa Tuiren, y ambas, la mensajera y la reina, pasearon alejándose de la casa. Pero no habían andado largo trecho cuando Pecho Hermoso sacó la rama de avellano que llevaba oculta bajo la capa y, tocándola con ella en el hombro, lanzó el hechizo. Al instante, la silueta de Tuiren tembló en el aire, volviéndose un torbellino que giraba hacia adentro, y que iba adquiriendo la forma de una podenca.
Qué penoso espectáculo aquel hermoso y esbelto animal temblando de pavor y cuán tristes sus cariñosos ojos … pero Pecho Hermoso colgó una cadena de su cuello y se la llevó al oeste, a la casa de Fergus Fionnliath, el hombre que más aborrecía a los perros. Porque, sedienta de venganza, lo que menos deseaba era llevarla a un lugar donde fuese feliz.
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De: |
Enviado: 18/06/2005 22:06 |
CAPITULO III
Durante el camino, Pecho Hermoso no dejó de insultar a la reina, transformada en perra. Arrastrándola sin piedad por la cadena que ceñía su cuello, la hacía prorrumpir en sonoros ladridos y lamentos.
—¡Suplantadora! ¡Ladrona del novio de otra muchacha!- gritaba -- - ¿Cómo se sentiría tu amante si pudiese verte ahora? ¿Qué pensaría de tus orejas puntiagudas, tu hocico fino y largo, esas patas temblorosas y flacuchas y ese rabo gris? ¡Si te viese ahora, no te querría, malvada!;
—¿Has oído hablar de Fergus Fionnliath, el hombre que odia a los perros? -- - añadió.
Tuiren había oído hablar de él.
—Pues allí te llevo- gritó Pecho Hermoso-. ¡A que te dé pedradas, porque a ti jamás te han golpeado como mereces! ¡Sabrás cómo silban las piedras y el daño que hacen al desgarrarte las orejas y romperte las patas! ¡Ladrona! ¡Mujer! ¡Canalla! Nunca en la vida te han azotado, pero pronto oirás el restallar del látigo al curvarse y morderte la carne… de noche, a escondidas, cavarás la tierra en busca de viejos huesos que roerás para no morir de hambre… ¡Aullarás gimiendo a la luna, temblarás de frío y nunca volverás a robar novios ajenos!
Estas y parecidas razones repetía Pecho Hermoso mientras proseguían su viaje. Y la perra se encogía de terror y prorrumpía en gañidos quejumbrosos y angustiados.
Cuando finalmente llegaron a la casa de Fergus Fionnliath y Pecho Hermoso exigió que la dejasen entrar, salió un criado a advertirle que el animal debía quedarse fuera.
—O entras sin el perro o te quedas ahí fuera con él.
—Por mi cabeza—juró Pecho Hermoso- que o entro con el perro o tu amo responderá ante Fionn de esta afrenta que me hacéis.
Al oír el nombre de Fionn, el criado casi sufrió un desvanecimiento; a toda prisa fue a avisar a su amo, que apareció enseguida en el umbral.
—A fe mía, si es un perro—exclamó Fergus.
—Perro es- gruñó el adusto criado.
—Márchate—añadió Fergus dirigiéndose a Pecho Hermoso- y vuelve cuando lo hayas matado: te regalaré alguna cosa.
Pero ella lo saludó:
—Vida y salud para ti, buen amo, de parte de Fionn, hijo de Uail, hijo de Baiscne.
—Vida y salud también para Fionn.Puedes entrar a transmitirme el recado, pero aborrezco a los canes, y éste debe quedarse fuera.
—No es perro sino perra, y entrará conmigo.
—¿Qué es lo que dices? -- - se enfadó el amo.
—Digo que Fionn te envía esta podenca para que la cuides y guardes bien hasta que regrese—explicó la mensajera.
—Me sorprende el recado porque Fionn sabe muy bien que no hay hombre en el mundo que más odie a los perros que yo.
—Como sea, amo, ya te he dado el recado y aquí está la podenca a tus pies. ¿La aceptas o no?
—Si pudiese negarle algo a Fionn, sería esto—dijo Fergus—pero como no puedo, la acepto.
Pecho Hermoso puso la cadena en sus manos.
—¡Adiós, perra malvada!
Y así, muy satisfecha de su venganza, marchó de vuelta a su pueblo del Shí.
CAPITULO IV
Al día siguiente, llamó Fergus al criado:
—¿Todavía no ha dejado de tiritar esa perra?
—Aún no, señor.
—Tráemela. Cueste lo que cueste, hay que complacer a Fionn.
Trajeron a la perra y Fergus la examinó con mirada rencorosa.
—Tiene tiritona, no hay duda.
—Tiene tiritona—confirmó el criado.
—¿Y cómo se cura? -- - exigió el amo, pensando en el disgusto enorme que se llevaría Fionn si la perra se enfermaba de debilidad en las patas.
—Existe un tratamiento- contestó el otro.
—¡Entonces dímelo! -- - chilló Fergus enojado.
—Tiene Vd. que coger al animal, besarlo y abrazarlo. Y así dejará de tiritar y le bajará la fiebre.
—¿Estás diciendo que...? -- - tronó Fergus, buscando a tientas un palo para molerlo a golpes.
—Bueno, es sólo lo que se dice por ahí- contestó el criado con humildad./p>
—Llévala dentro- ordenó Fergus-. Abrázala y bésala, y si tirita una sola vez más te romperé la cabeza.
Pero al hacer ademán de inclinarse, de un mordisco la perra le arrancó un trozo de mano y a punto estuvo de desgarrarle también la nariz.
—¡Ay, ay! Creo que no le gusto.
—Ni a mí tampoco—rugió Fergus-. ¡Sal de mi vista!/p>
Tras marchar el criado, Fergus se quedó solo con la pobre perra, tan aterrada que se puso a tiritar muchísimo más que antes.
—¡Se quedará paralítica! -- - murmuró Fergus- ¡ Fionn me echará la culpa!- gritaba desesperado.
Entonces se dirigió a ella con ánimo de cogerla en brazos.
—Si me muerdes la nariz o hincas aunque sólo sea la punta de un diente en la yema de mi dedo—amenazó, al tiempo que la levantaba, pero la perra no hizo ademán de morderle, sólo se puso a temblar. Fergus la sostuvo con cautela unos momentos.
—Si hay que abrazarla, la abrazaré… Por Fionn haría más que eso.
La meció en sus brazos, estrechándola contra su pecho, y así se puso a dar zancadas por la habitación, malhumorado. Siguiendo a rajatabla el tratamiento, cada cinco pasos le daba un apretón, por deber, mecánicamente. Y la perra, con el hocico apoyado en el pecho de Fergus, cada vez que se sentía abrazar le lamía el mentón con lengüetazos tímidos.
—¡Basta! -- rugía Fergus--… ¡no lo hagas más!…
Y, rojo como la grana, miraba con truculencia los ojos castaños y mansos, mientras la lengua tímida volvía a lamerle el mentón.
—Si hay que besarla—decía Fergus con asco—la besaré. … Por Fionn haría más que eso.
Cerró los ojos, agachándose, y atrajo la mandíbula de la perra hacia sus labios. El animal entonces se puso a retozar entre sus brazos, soltando cortos ladridos y lamiéndole la cara, de modo que a duras penas podía sujetarla y tuvo que dejarla en el suelo.
—No te queda ni un solo tiritón en el cuerpo.
Y así era.
A partir de ese momento, donde fuese Fergus la perra iba tras él, dando brincos y restregándose contra sus piernas, sin dejar de mirarlo a los ojos con tal inteligencia y fervor que lo dejaba estupefacto.
—Le gusto—murmuró con asombro una tarde.
—A fe mía—exclamó al siguiente-. Me gusta esa perra.
Ya la llamaba “Tesoro Mío, Mi Ramita”. Y en menos de una semana no soportaba ni un solo instante sin tenerla ante sus ojos.
Angustiado por la idea de que fuese apedreada por algún bribón, Fergus reunió a sus criados y guardianes para anunciarles que la podenca era ahora la Reina de las Criaturas, el Latido de su Corazón, y la Niña de sus Ojos, y advertirles que si alguien se atrevía a mirarla con malos ojos o la hacía temblar una sola vez, lo pagaría con sufrimiento y humillaciones. Y se puso a exponerles las calamidades que caerían sobre el canalla, desde la flagelación hasta el desmembramiento, con tales descripciones de tormentos complicados e ingeniosos que a los hombres se les heló la sangre en las venas y las mujeres de la casa se desmayaron al oírlo.
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De: Thenard |
Enviado: 27/07/2010 21:32 |
CAPITULO III Durante el camino, Pecho Hermoso no dejó de insultar a la reina, transformada en perra. Arrastrándola sin piedad por la cadena que ceñía su cuello, la hacía prorrumpir en sonoros ladridos y lamentos. —¡Suplantadora! ¡Ladrona del novio de otra muchacha!- gritaba -- - ¿Cómo se sentiría tu amante si pudiese verte ahora? ¿Qué pensaría de tus orejas puntiagudas, tu hocico fino y largo, esas patas temblorosas y flacuchas y ese rabo gris? ¡Si te viese ahora, no te querría, malvada! —¿Has oído hablar de Fergus Fionnliath, el hombre que odia a los perros? -- - añadió. Tuiren había oído hablar de él. —Pues allí te llevo- gritó Pecho Hermoso-. ¡A que te dé pedradas, porque a ti jamás te han golpeado como mereces! ¡Sabrás cómo silban las piedras y el daño que hacen al desgarrarte las orejas y romperte las patas! ¡Ladrona! ¡Mujer! ¡Canalla! Nunca en la vida te han azotado, pero pronto oirás el restallar del látigo al curvarse y morderte la carne… de noche, a escondidas, cavarás la tierra en busca de viejos huesos que roerás para no morir de hambre… ¡Aullarás gimiendo a la luna, temblarás de frío y nunca volverás a robar novios ajenos! Estas y parecidas razones repetía Pecho Hermoso mientras proseguían su viaje. Y la perra se encogía de terror y prorrumpía en gañidos quejumbrosos y angustiados. Cuando finalmente llegaron a la casa de Fergus Fionnliath y Pecho Hermoso exigió que la dejasen entrar, salió un criado a advertirle que el animal debía quedarse fuera. —O entras sin el perro o te quedas ahí fuera con él. —Por mi cabeza—juró Pecho Hermoso- que o entro con el perro o tu amo responderá ante Fionn de esta afrenta que me hacéis. Al oír el nombre de Fionn, el criado casi sufrió un desvanecimiento; a toda prisa fue a avisar a su amo, que apareció enseguida en el umbral. —A fe mía, si es un perro—exclamó Fergus. —Perro es- gruñó el adusto criado. —Márchate—añadió Fergus dirigiéndose a Pecho Hermoso- y vuelve cuando lo hayas matado: te regalaré alguna cosa. Pero ella lo saludó: —Vida y salud para ti, buen amo, de parte de Fionn, hijo de Uail, hijo de Baiscne. —Vida y salud también para Fionn.Puedes entrar a transmitirme el recado, pero aborrezco a los canes, y éste debe quedarse fuera. —No es perro sino perra, y entrará conmigo. —¿Qué es lo que dices? -- - se enfadó el amo. —Digo que Fionn te envía esta podenca para que la cuides y guardes bien hasta que regrese—explicó la mensajera. —Me sorprende el recado porque Fionn sabe muy bien que no hay hombre en el mundo que más odie a los perros que yo. —Como sea, amo, ya te he dado el recado y aquí está la podenca a tus pies. ¿La aceptas o no? —Si pudiese negarle algo a Fionn, sería esto—dijo Fergus—pero como no puedo, la acepto. Pecho Hermoso puso la cadena en sus manos. —¡Adiós, perra malvada! Y así, muy satisfecha de su venganza, marchó de vuelta a su pueblo del Shí. CAPITULO IV Al día siguiente, llamó Fergus al criado: —¿Todavía no ha dejado de tiritar esa perra? —Aún no, señor. —Tráemela. Cueste lo que cueste, hay que complacer a Fionn. Trajeron a la perra y Fergus la examinó con mirada rencorosa. —Tiene tiritona, no hay duda. —Tiene tiritona—confirmó el criado. —¿Y cómo se cura? -- - exigió el amo, pensando en el disgusto enorme que se llevaría Fionn si la perra se enfermaba de debilidad en las patas. —Existe un tratamiento- contestó el otro. —¡Entonces dímelo! -- - chilló Fergus enojado. —Tiene Vd. que coger al animal, besarlo y abrazarlo. Y así dejará de tiritar y le bajará la fiebre. —¿Estás diciendo que...? -- - tronó Fergus, buscando a tientas un palo para molerlo a golpes. —Bueno, es sólo lo que se dice por ahí- contestó el criado con humildad. —Llévala dentro- ordenó Fergus-. Abrázala y bésala, y si tirita una sola vez más te romperé la cabeza. Pero al hacer ademán de inclinarse, de un mordisco la perra le arrancó un trozo de mano y a punto estuvo de desgarrarle también la nariz. —¡Ay, ay! Creo que no le gusto. —Ni a mí tampoco—rugió Fergus-. ¡Sal de mi vista! Tras marchar el criado, Fergus se quedó solo con la pobre perra, tan aterrada que se puso a tiritar muchísimo más que antes. —¡Se quedará paralítica! -- - murmuró Fergus- ¡ Fionn me echará la culpa!- gritaba desesperado. Entonces se dirigió a ella con ánimo de cogerla en brazos. —Si me muerdes la nariz o hincas aunque sólo sea la punta de un diente en la yema de mi dedo—amenazó, al tiempo que la levantaba, pero la perra no hizo ademán de morderle, sólo se puso a temblar. Fergus la sostuvo con cautela unos momentos. —Si hay que abrazarla, la abrazaré… Por Fionn haría más que eso. La meció en sus brazos, estrechándola contra su pecho, y así se puso a dar zancadas por la habitación, malhumorado. Siguiendo a rajatabla el tratamiento, cada cinco pasos le daba un apretón, por deber, mecánicamente. Y la perra, con el hocico apoyado en el pecho de Fergus, cada vez que se sentía abrazar le lamía el mentón con lengüetazos tímidos. —¡Basta! -- rugía Fergus--… ¡no lo hagas más!… Y, rojo como la grana, miraba con truculencia los ojos castaños y mansos, mientras la lengua tímida volvía a lamerle el mentón. —Si hay que besarla—decía Fergus con asco—la besaré. … Por Fionn haría más que eso. Cerró los ojos, agachándose, y atrajo la mandíbula de la perra hacia sus labios. El animal entonces se puso a retozar entre sus brazos, soltando cortos ladridos y lamiéndole la cara, de modo que a duras penas podía sujetarla y tuvo que dejarla en el suelo. —No te queda ni un solo tiritón en el cuerpo. Y así era. A partir de ese momento, donde fuese Fergus la perra iba tras él, dando brincos y restregándose contra sus piernas, sin dejar de mirarlo a los ojos con tal inteligencia y fervor que lo dejaba estupefacto. —Le gusto—murmuró con asombro una tarde. —A fe mía—exclamó al siguiente-. Me gusta esa perra. Ya la llamaba “Tesoro Mío, Mi Ramita”. Y en menos de una semana no soportaba ni un solo instante sin tenerla ante sus ojos. Angustiado por la idea de que fuese apedreada por algún bribón, Fergus reunió a sus criados y guardianes para anunciarles que la podenca era ahora la Reina de las Criaturas, el Latido de su Corazón, y la Niña de sus Ojos, y advertirles que si alguien se atrevía a mirarla con malos ojos o la hacía temblar una sola vez, lo pagaría con sufrimiento y humillaciones. Y se puso a exponerles las calamidades que caerían sobre el canalla, desde la flagelación hasta el desmembramiento, con tales descripciones de tormentos complicados e ingeniosos que a los hombres se les heló la sangre en las venas y las mujeres de la casa se desmayaron al oírlo
CAPITULO V Pasó el tiempo y Fionn se enteró de que su tía ya no vivía con Iollan. De inmediato envió un mensajero para hacer cumplir la condición que había impuesto y recuperar a Tuiren. Profundamente abatido, y sospechando que Pecho Hermoso tenía algo que ver con la desaparición, suplicó que le fuese concedido algún tiempo para hallar a la doncella perdida y prometió que, si no lograba dar con ella en ese plazo, él mismo se entregaría a Fionn para que decidiese su suerte y que acataría su decisión. El Capitán accedió. —Dile al que ha perdido a su mujer que me entregue a la muchacha o haré que le corten la cabeza —ordenó Fionn. Iollan se puso entonces en camino hacia el País de las Hadas y no tardó mucho en llegar a la colina donde habitaba Pecho Hermoso. Aunque le resultó difícil concertar una cita, por fin lo consiguió y se encontraron bajo las ramas del manzano. —¡Caramba! ¡Has venido, violador de promesas, traidor al amor!- exclamó el hada. —Saludos, pido tu bendición- contestó humildemente Iollan. —A fe mía—exclamó ella- no la tendrás, porque no me diste ninguna cuando nos separamos. —Estoy en peligro—le confesó el joven. —¿Y a mí qué me importa? -- contestó muy enfadada. —Fionn podría pedir mi cabeza—susurró él. —No hará sino pedir lo que puede tomar. —No—contestó Iollan con orgullo—sólo tomará lo que yo le dé. —Cuéntame tu historia—dijo ella con frialdad. Iollan se la contó. “Y estoy seguro de que has escondido a la muchacha”—concluyó. —Iollan, si gracias a mí salvas el cuello, tu cabeza será mía. ¿De acuerdo? -- le propuso el hada. —Sí. —Y si tu cabeza me pertenece, también seré la dueña de tu cuerpo. ¿De acuerdo? —De acuerdo. —Dame tu palabra de que si te salvo serás mío hasta el fin de la vida y por toda la eternidad. —Te la doy. Entonces Pecho Hermoso fue a casa de Fergus Fionnliath y deshizo el hechizo. Tuiren recuperó su forma y apariencia de mujer, pero nada pudo hacerse por los dos cachorros que mientras tanto había dado a luz, que permanecieron en su ser de perros: Bran y Sceólan. Fueron enviados a Fionn, quien los amó toda la vida porque eran leales y cariñosos como sólo saben serlo los perros y tan inteligentes como los seres humanos, además de ser sus primos carnales. Tuiren fue pedida en matrimonio por Lugaidh, que la había amado durante todo este tiempo. Después de que él hubo demostrado que no tenía otra prometida, se casaron y vivieron felices, como debe ser. Lugaidh escribió un poema que empezaba: “Bello es el día y hermosos los ojos de la aurora…” que aprendieron de memoria mil personas alegres. En cuanto a Fergus Fionnliath, debió guardar cama un año y un día, víctima de un ataque de cariño frustrado. Se salvó gracias a Fionn, que le regaló un cachorro, con el que se encariñó tanto que al cabo de una semana se había convertido en la Estrella de su Fortuna y el Latido de su Corazón. Así se curó el viejo Fergus y también vivió feliz. ____________________ ©Traducción original e inédita de AMPARO PÉREZ GUTIÉRREZ y ROBIN OUZMAN, 2003- Texto original de James Stephens (1920). |
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