El Valle de los Unicornios
El siguiente relato versa sobre un joven unicornio. Los unicornios, según las crónicas antiguas, habitaron hace mucho tiempo en un país remoto al abrigo de una Cascada Secreta. La tierra de los unicornios era tan vasta como la mar, poblada de árboles frutales y plantas medicinales que se extendían a lo ancho y largo del lugar. Las aguas limpias y tranquilas bajaban de la montaña de picos nevados donde los caballos perfectos tenían su morada. El aire era fresco y suave y el sol del mediodía rozaba las frentes de los unicornios con una cálida sonrisa, como la caricia de una madre. Contenía ese lugar una luz blanca inmaculada que todo lo abarcaba sin que nadie descubriera nunca su fuente.
Habitaban esta preciosa tierra muchas almas al amparo de un hechizo mágico que protegía el lugar y a sus habitantes de cualquier mal externo o interno. En esta tierra no existía el sufrimiento, ni las causas del sufrimiento. No existía la maldad, ni las causas que hacen germinar las semillas de la maldad. No existía la tristeza ni la pena, ni las causas para que estas enfermedades afloraran en los seres. La felicidad constante era la mayor bendición del lugar y la característica de todos quienes lo habitaban era la generosidad. Tras la cascada no se conocía la enfermedad, la vejez, ni la muerte.
En las noches de luna llena, en el firmamento, se podía adivinar la silueta de un gran Trono que flotaba en el aire sin que nadie lo sostuviera. La visión de ese Trono colmaba el alma de todos los seres del lugar y en sus pechos brillaba una pequeña estrella que era el fulgor del reflejo de la Luz de Dios en los corazones de sus criaturas. La contemplación de la Luz del Trono solamente era posible desde la tierra de los unicornios. Era el privilegio de sus habitantes poder deleitarse con la Luz del Asiento de su Señor.
Pero, aun teniendo todo lo mejor, al amparo de la seguridad más perfecta, a cobijo de aquello que podía oscurecer la existencia de los seres, algunos unicornios decidieron salir de esta tierra para vivir en el mundo exterior donde, poco a poco fueron perdiendo su magia y su poder a medida que se iban distanciando de la Cascada. Reemplazaron la belleza del Reino de los Unicornios por un lugar donde el sufrimiento asfixiaba los corazones y se fueron olvidando de quiénes eran, de que una vez residieron en el Jardín del Edén, de la silueta del gran Trono las noches de plenilunio y del Camino de Retorno hacia su verdadero hogar.
Ése fue el caso de un pequeño e inquieto unicornio llamado Ruh. El potrillo era un joven como los demás. Saltaba de acá para allá jugueteando con todos los unicornios de su edad, mordiendo las crines de su madre para llamar la atención y alzándose sobre sus patas traseras delante de los adultos para mostrar sus crecientes habilidades.
Ruh era completamente feliz. No existió jamás en su familia ningún motivo para la preocupación, para el descontento, para la tristeza. Sus padres le amaban y le protegían sin descanso, todos sus amigos le querían y respetaban. En su hogar tenía una inmensa llanura para trotar y pastos verdes y frescos que jamás se agotaban. Nadie podía explicar el porqué Ruh miraba todos los días de reojo la cascada que era la puerta de entrada y salida de su mundo.
Desde antiguo, los mayores habían advertido a todos los unicornios que no debían de cruzar el umbral, pero una fuerza que no alcanzaba a comprender atraía poderosamente la atención del joven hacia el otro lado de la cascada.
En ocasiones, a hurtadillas de sus padres, Ruh se acercaba tanto al umbral que casi podía ver el mundo de afuera. Cuanto más se acercaba a la puerta, la influencia del mundo exterior más lo seducía, hasta que de repente empezó a competir con sus amigos en todos los juegos y circunstancias del día a día. Donde antes solamente había diversión y risas, ahora había enfrentamiento. Donde antes había generosidad, ahora el hálito de la desconfianza hacía mella en su alma.
Cuanto más frecuentaba nuestro amigo los límites de su mundo, más se congraciaba con el otro. Hasta que un funesto día se atrevió a asomar el hocico por entre las aguas del torrente y una violenta fuerza lo succionó robándole el conocimiento. Al despertar, se encontró en la espesura de un frondoso bosque. Tras de él, el rumor del agua cayendo presagiaba la ubicación de la Cascada ¡Había cruzado los límites!
Contempló con temor lo que le rodeaba y no encontró ninguna diferencia con el mundo de donde provenía. Los árboles eran altos y sus hojas verdes, el cielo era azul y el sol acariciaba la piel.
Comenzó a caminar lentamente explorando esta nueva tierra y encontró que no había diferencia aparente entre una y otra. Decidió seguir caminando adentrándose en el bosque, jugueteando con las ardillas y contemplando los pajarillos que construían sus nidos. Cuando sintió hambre, buscó alimento. Cuando sintió sed, buscó un arroyo donde saciarla. Bebiendo del arroyo, contempló su reflejo en el agua y por primera vez lo encontró muy hermoso. Su pelo era blanco como la nieve, su porte era fuerte y poderoso y su cuerno brillaba con los rayos del sol cual perla preciosa.
Examinó su alrededor y quiso detener la mirada en un pequeño roedor que asomaba su hocico juguetón por entre algunos troncos caídos. De repente, de entre la maleza, una serpiente se precipitó hasta el ratoncito y lo engulló rápidamente. Ruh se sobresaltó y retrocedió espantado. ¡Cómo era posible que un acto tan horrible pudiese haber sucedido! ¿Cómo era posible que un ser hubiese arrebatado la vida de otro ser?
Aletargado por el pánico, quiso el pequeño refrescar su rostro de nuevo en el arroyo para recuperar los sentidos y al acercar su hocico al agua pudo observar cómo un gran pez engullía a otro más pequeño.
Ruh volvió a retroceder espantado. Quiso mirar al cielo y vio un halcón persiguiendo a un pequeño gorrión que a su vez llevaba en el pico una lombriz. En los árboles, las arañas atrapaban con sus telas toda clase de insectos que después devoraban, los peces se asomaban a la superficie del agua para zamparse los mosquitos que por allí nadaban distraídos. Todo era una terrible lucha entre unos y otros por comer y no ser comidos. Todo era un constante sufrimiento que ahora podía experimentar en sus propias carnes dándose cuenta de que él mismo también podría ser la presa de cualquier otro animal que pudiese habitar este mundo.
Espantado, asustado, lleno de terror, corrió y corrió intentando alejarse del lugar lo antes posible. Pero cuanto más corría, más se alejaba también de la Cascada y el hechizo de este mundo más lo atrapaba haciendo que olvidase el Camino de Retorno hacia el otro.
Ruh corrió y corrió grandes distancias durante mucho tiempo adentrándose cada vez más en el olvido. Dormía pocas horas con las orejas en alerta para poder captar los sonidos que pudieran advertirle de algún cazador que merodeara la zona. Comía escasamente, sin dejarse ver demasiado, temiendo ser descubierto, ocultándose hasta de su sombra sabiéndose en un peligro constante.
Por las noches, buscaba la silueta del Trono en el cielo estrellado, pero el Trono no se podía ver desde esta tierra. Su único anhelo era poder encontrar el reflejo del Trono en el cielo que le condujera hacia la ubicación del mundo tras la Cascada.
Viviendo de esta forma, el joven pronto cayó enfermo y su cuerno comenzó a desvanecerse en la frente. Cierto día, el cuerno desapareció completamente. El color de su pelo, antes de un blanco luminoso, empezó a oscurecerse en la medida que sus recuerdos se fueron disipando. Del unicornio que un día fue, hoy ya no quedaba casi nada. Su corazón estaba totalmente empañado por el miedo y el olvido. Cuanto más quería alejarse de este lugar, más se adentraba en él.
Ruh caminó por los seis reinos de los que se compone el mundo que está más allá del Jardín del Edén. Salió del Reino de los Animales, donde se devoraban unos a otros en un sufrimiento incesante y se introdujo en el Reino de los Fantasmas Ansiosos, donde contempló a seres movidos por el hambre y la sed que no podían calmar sus apetitos ya que tenían las gargantas completamente cerradas. Así bebían, pero no se saciaban, comían pero nada podían tragar y deambulaban gimiendo y llorando de un sitio a otro con los ojos desencajados presos por la desesperación de sus instintos. Sus cuerpos eran más sutiles que los de los animales, pero no por ello el sufrimiento era menor. Cuando Ruh les preguntó por el Trono, por única respuesta obtuvo lamentos que quebraban el alma.
Pasó por el Reino de los Infiernos, donde los seres que lo habitaban sufrían de las malformaciones más horrendas, de las enfermedades más terribles, de los sufrimientos más atroces en una constante agonía que podían haberse evitado si los unos se hubiesen encargado de atender las necesidades de los otros.
Había seres que habitaban infiernos helados y otros lo hacían en infiernos ardientes, pero todos ellos sufrían de las más horribles penalidades y ninguno conocía ni había oído hablar de un Asiento en el Cielo que mostrara el Camino hacia la tierra de los Unicornios.
Se asomó al Reino de los Titanes y vio seres llenos de orgullo que gastaban su tiempo envalentonándose los unos con los otros movidos por los celos y la envidia. Tenían cuerpos poderosos, pero estaban totalmente secuestrados por su orgullo y su arrogancia. Tampoco ellos habían oído hablar del Asiento de Dios.
Subió hasta el Reino Celestial de los Devas y se vio aliviado por la vida placentera de los habitantes de estos territorios privilegiados. Por un momento recordó vagamente un lugar, detrás de una Cascada, debajo del Trono de Dios, donde quizás pudo haber habitado mucho tiempo atrás y recuperó de su memoria, como un destello, la imagen de la sonrisa de su madre y del rostro bondadoso de su padre. Un rayo de esperanza iluminó su conciencia y a su mente volvieron recuerdos que creyó olvidados por la distancia. Pensó en quedarse en este feudo celestial que le era tan familiar, pero en la esfera de los Devas faltaba algo que él podía ubicar ahora en la memoria perteneciente a aquella antigua región que un día pudo llamar su hogar: La Luz que Iluminaba su tierra Natal.
Al preguntar a los habitantes de este lugar por el Trono de Dios, algunos torcían el gesto y se echaban a reír diciendo: Dios no existe. Míranos a nosotros, somos los verdaderos dioses. Mira la vida en esta tierra, no hay nada mejor.
Huyó de la tierra de los Devas y llegó al Reino de los Hombres, donde quiso descansar por unos instantes. Se recostó sobre un lecho de hierba kusa que alguien habría dejado quizás olvidado bajo un enorme árbol de pipala. Lleno de compasión por todos los seres que sufrían en los reinos por donde hubo pasado, añorando la felicidad primigenia que un día conoció, anhelando la visión del Trono de Dios, imaginó lo maravilloso que sería que todos esos seres pudieran salir de los reinos desafortunados y atravesar la cascada del Valle de los Unicornios donde podrían conocer la dicha inextinguible que era la visión del Asiento Magnífico. Con estos pensamientos se sumió en un sueño profundo donde fue consciente de que su pecho empezaba a expandirse colmado de compasión.
Al abrir los ojos, pasados unos instantes, distinguió frente de sí al ser más bello que jamás hubiese visto. Su pelo resplandecía como el sol emanando una luz increíblemente clara y cristalina. Sus ojos eran bondadosos y le miraban fijamente, una mirada llena de ternura y compasión que le hacía sentir como en casa. Una casa que ahora aparecía clara en sus recuerdos.
De repente, su mente volvió a recordar claramente el mundo de detrás de la Cascada, los arrumacos de su madre, las enseñanzas de su padre y el éxtasis de la contemplación del Centro del Firmamento. Su pecho volvió a henchirse de gozo con el recuerdo del hogar perdido, de las largas caminatas bajo un sol que no hacía daño a la vista, del sabor del agua cristalina del estanque de nenúfares y flores de Loto, de la Felicidad perdida, de la Felicidad Real.
Sentado sobre sus patas le esperaba el ser inmaculado que había estado velando sus sueños en el mundo de los hombres. El cuerpo de este ser era de la naturaleza de la luz. Casi por arte de magia, el corazón de Ruh volvió a latir con una fuerza inusitada. Sus ojos derramaron lágrimas y sintió la energía celestial que emanaba de la figura que tenía frente de sí. Un ser que había tomado la forma de una increíble y hermosa gacela blanca.
-¡Es hora de volver a casa! – dijo la gacela - que con dulzura condujo al joven hacia el Camino de Retorno. Al lado de la gacela, la visión del Trono en el firmamento surgía nítidamente en la lejanía señalando la ubicación de la tierra de las Esencias Puras. Mientras caminaban, el pelo de Ruh comenzó a recuperar su color original, el cuerno en su frente apareció de nuevo y su porte y la fuerza que un día le abandonaron, regresaron a su cuerpo. Volvía a ser el unicornio de tiempos pasados y allá, tras la cascada, le esperaba el mundo del cual nunca debió salir.
-¿Me acompañarás dentro? – Preguntó el unicornio a la gacela.
– No puedo, aún no. Hay muchos más unicornios perdidos. Debo de enseñarles el Camino de Regreso a todos.
-¿Cómo me pudiste encontrar? – preguntó curioso el caballito.
– Porque de tu pecho volvió a brillar la luz de la compasión y ví en ti nacer el anhelo por la Visión del Trono – Dijo la gacela – Y ése es el más poderoso fulgor de todos cuantos existen.
El pequeño Ruh, con el corazón sobrecogido, cruzó el umbral de la cascada mientras la gacela daba media vuelta emprendiendo de nuevo la búsqueda de los seres que no recordaban dónde estaba su hogar, de los seres que se habían dejado embaucar por este mundo de sufrimiento y habían apagado su luz. En el corazón de Ruh quedó un poco de la magia de ese ser de luz y hasta hoy, el unicornio espera en el Valle Secreto el regreso definitivo de la gacela blanca. Cuando todos los seres que se han perdido, regresen al hogar.
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Publicado por Manuel para El Aliento del Cosmos 13 <http://elalientodelcosmos13.blogspot.com/2010/11/la-ilaha-ill-allah-no-hay-mas-dios-que.html> el 11/09/2010 09:25:00 AM