La Causa Suprema del Universo
La Causa primordial del Universo es Dios, el espíritu de vida y poder infinitos que
todo lo llena, todo lo anima y en todo y a través de todo se manifiesta por sí mismo, porque
está en todas partes por esencia, presencia y potencia. Es el eterno e increado principio
vital del que todo emana, por quien todo ha llegado a ser y continúa siendo. Si hay una
vida individual, necesariamente ha de haber una fuente de infinita vida de la que aquélla
emane. Si hay una corriente de amor, necesariamente ha de haber un manantial inagotable
de amor de donde aquélla fluya. Si la sabiduría existe, es necesario que brote de una vena
inagotable de omnisciencia. Lo mismo puede decirse respecto a la paz, al poder y a las
llamadas cuestiones materiales.
Por consiguiente, Dios es el espíritu de vida y poder infinitos, procedencia y origen
de cuanto existe. Dios crea, forma, rige y gobierna por medio de eternas e inmutables leyes
y fuerzas el Universo que por todas partes nos rodea. Cada acto de nuestra vida está regido
por esas leyes y fuerzas. Las flores que vemos en las márgenes de los senderos, brotan,
crecen, se abren y marchitan obedientes a leyes invariables, y a estas mismas leyes se
sujetan los copos de nieve que, al formarse, caer y derretirse, juguetean entre cielo y tierra.
Nada hay en el Universo mundo sin su pertinente ley. En consecuencia, es necesario que
superior a todo haya un legislador de mayor grandeza y poderío que las mismas leyes cuya
causa es.
Aunque al espíritu de vida y poder infinitos que todo lo llena le llamamos Dios, de
igual modo podríamos llamarle Bondad, Luz, Providencia, Ser Supremo, Omnipotencia, o
darle cualquier otro nombre conveniente, pues no importa la palabra con tal que exprese la
suprema Causa Universal en sí misma considerada. Así pues, Dios es el espíritu infinito
que por sí solo llena el Universo, por quien y en quien todo existe y nada hay fuera de El.
Como dice San Pablo, “en Dios vivimos y nos movemos y tenemos nuestro ser”
(Hechos de los Apóstoles, 17:28).
Hubo y hay almas convencidas de que hemos recibido la vida de un sopío de Dios.
Pero esta creencia en nada se opone fundamentalmente a la que de nuestra vida es
semejante a la de Dios, de manera que son una misma esencia Dios y el hombre. Si Dios es
el Espíritu infinito de vida, anterior a todo y de quien todo emana, nuestro individualizado
espíritu procede de esta Fuente inagotable, por medio del sopío divino. Si nuestro espíritu
individual emana del Espíritu infinito que se manifiesta en la vida de cada individuo, debe
ser semejante en calidad a la fuente de que fluye.
¿Cómo podría ser de otra manera? Pero importa prevenir todo error considerando que, no
obstante ser afines la vida de Dios y la del hombre, la vida de Dios es tan inmensamente
superior y trasciende desde tal distancia a la vida del hombre individual, que abarca
además toda otra vida, y difiere de ella en cantidad y grado. ¿No evidencia esta explicación
que ambas opiniones son verdaderas, que las dos son una y la misma y pueden explicarse
por medio de una misma alegoría?
Figurémonos en medio del valle un estanque alimentado por inagotable manantial
situado en la falda de la montaña. El agua del estanque es en naturaleza, calidad y
propiedades, idéntica a la del inmenso depósito, su fuente.
Sin embargo, la diferencia está en que el conjunto de las aguas del depósito situado
en la montaña es tan superior al de las del estanque del valle, que aquél podría alimentar
sin agotarse un sinnúmero de estanques iguales al que alimenta.
Así sucede en la vida del hombre. Aunque como ya hemos dicho, nos diferenciemos del
infinito Dios, anterior a todo, vida de todo y de quien todo procede, recibimos la vida
individual de su divino soplo y por lo tanto nuestra vida es en esencia la vida de Dios.
Si esto es así, ¿no se infiere que el hombre se aproxima a Dios en la misma
proporción en que se abre su ser al divino flujo? Si es así, necesariamente se infiere que en
el grado en que efectúe esta aproximación, recibirá poder y fuerzas divinas. Y si el poder
de Dios no tiene límites, ¿cabrá negar que los limites del poder del hombre son los que él
mismo se traza por no conocerse a si mismo?
del libro: EN ARMONÍA CON EL INFINITO
POR RODOLFO WALDO TRINE