Sentado a la orilla del mar jugueteo con la arena entre mis dedos, el viento zarandea mis oídos y hace brotar lágrimas en mis ojos. Al igual que los remolinos espumosos que se forman entre las piedras mis pensamientos se arremolinan en mi cabeza llevándome de un lado a otro, de un sentimiento a otro, de una sensación a otra, de alegrías a tristezas, de turbación a nostalgia, del miedo al sosiego, del patatín al patatán.
Levanto los ojos y descubro que allí, lejano en el horizonte, el sol se encuentra en pugna contra el mar y las nubes, que parecen confabularse en una lenta y paciente lucha por darle muerte, por extinguir su luz… quizá hoy lo logren pero sólo será una utopía. Las olas rompen cada vez mas lejos y los rastros que va dejando la marea asemejan paisajes desolados en donde la vida, o lo que la hacia posible, le ha dejado espacio a la nada, al vacío… la arena humedecida parece crisparse al contacto con los últimos rayos del moribundo astro rey que apenas si acaso logran entibiarla y, semejando los poros de la piel, diminutos agujerillos se forman en su superficie casi dotándola con el poder de respirar. La piel se me eriza al refrescar el tiempo y con las sombras casi desaparecidas aparco momentáneamente mis pensamientos y me dispongo a volver a casa, aunque debo confesar que nunca me siento tan a gusto como cuando estoy aquí, frente al mar, jugueteando con la arena entre mis dedos.