Una princesa de China de una ciudad colonial de minaretes de plata y balcones de coral con unos pies diminutos como granitos de sal con ojos grandes de almendra y lazada de percal sobre el kimono de seda del color azul de mar, le preguntó a su maestro con una gran seriedad.
—¿Hay en la naturaleza algo que me enseñe a amar?
El maestro se fue al punto al jardín del pavo real y cogiendo entre sus manos una gran rosa imperial la presentó a la princesa de mirada de azahar.
—Esta es la profesora de cómo se aprende a amar. Ponla siempre en la ventana, mírala y te enseñará.
Las rosas la hablaron tanto que en las crónicas está que la princesa se hacía, aun a su temprana edad juiciosa, fiel, hacendosa, cuidadosa, servicial, dulce, alegre, placentera, apasionada y cordial.
—«La princesa de las rosas», comenzáronla a llamar y cuando algún cortesano comentaba con afán cómo es que había aprendido tanta paciencia y bondad, la princesa respondía con gran afabilidad
—«Las flores de mis jardines, me han enseñado a amar».