La noche anterior a Su muerte, Jesús
visitó un huerto en la parte oriental
fuera de los muros de Jerusalén, llamado
Getsemaní. Dejó a Sus apóstoles
en las afueras del jardín; caminó
sobre la hierba cubierta de rocío, pasó por
los retorcidos olivos y se dirigió un
poco más hacia el interior.
Él se había preparado toda la vida
para este momento, siguiendo con
esmero los mandamientos de Su
Padre en cada paso, en cada
aliento que tomaba. Ahora
había llegado el momento.
Aunque oró: “Padre, si quieres, pasa
de mí esta copa”, Él aceptó que
esa era Su carga, una carga que
debía soportar Él solo. Él era el único
que podía liberarnos de las terribles
consecuencias de nuestros pecados.
En la frescura de la noche, se
arrodilló y empezó a orar. Aunque
no entendamos plenamente cómo, Él tomó
voluntariamente sobre Sí nuestros
pecados y pesares, y sufrió en
cuerpo y espíritu todo pecado, tristeza,
error e imperfección de cada uno
de nosotros. El dolor que lo azotó
era abrumador, intenso e infinito. La
sangre brotó de Sus poros a medida que esta carga extremadamente pesada lo hizo temblar de dolor.