Si en un momento dado hubiera que elegir aquello que
conservar siempre, a nuestro lado, no importara bajo
qué circunstancias, ¿qué sería? Bienes materiales, objetos
que nos proporcionan placer o cierta sensación de seguridad,
dinero… ¿en serio? Pensémoslo un momento.
¿Cambiaríamos todo por la seguridad del bienestar?
¿Eliminaríamos de nuestro pasado recuerdos, buenos
y malos, que nos han acabado por definir como personas?
¿Sustituirían los bienes materiales a los momentos de
felicidad casi completa que, aunque contados con los dedos
de una mano, aún nos hacen sonreír al ser recordados?
Esos momentos especiales que han conformado nuestra
existencia hasta ahora, a los que acudimos como a un
refugio cálido y amigable en los momentos difíciles,
se convierten en los bienes más preciados si pensamos
en la posibilidad de que desaparezcan. Imaginaos que os
enfrentáis a una operación difícil en la que es probable
que vuestros recuerdos más amados se desvanezcan.
Nunca habrían sucedido. Jamás. Esa posibilidad, planteada
a un grupo sujeto de estudio, apareció como la más
horrible de todas, por encima de la pérdida de estatus,
bienes materiales e incluso entornos conocidos.
La pérdida de recuerdos significa la pérdida de
todo lo que somos, aquello a lo que poder aferrarse en
los momentos peores. Nuestro pasado, por duro que
resulte, nos define. Sin él estamos perdidas.
Así, las emociones experimentadas son las que más
vívidamente retienen en nuestra memoria los recuerdos,
convirtiéndolos en necesarias piezas para componer
nuestra personalidad; nuestro yo. Las experiencias que
las provocaron conforman así nuestra mayor riqueza,
aquello que realmente nos acompañará siempre. Son,
por tanto, las vivencias que provocaron en nosotras
esas sensaciones las que van haciendo de nuestra vida
un viaje que merece la pena experimentar en todo su
potencial. Son las pequeñas y grandes aventuras del
día a día, lo que marca la diferencia entre un día
u otro, lo que va marcando, lenta e inexorablemente,
las casillas del calendario. Es entonces lo que necesitamos
realmente para ser felices: vivir. Atrevernos a ello es
sólo una cuestión de actitud. Y tú, ¿te animas a vivir?