Una tarde lluviosa y, por lo tanto, bastante aburrida, decidí ponerme a jugar con una pelota dentro de la casa. Actividad expresamente prohibida por mi madre. Empecé a hacer “jueguitos”. Pasaba el balón de la cabeza a los pies con suma habilidad. Pero, en un momento, calculé mal y la pelota se estrelló contra un jarrón que se hizo añicos. Manchita observaba todo desde un rincón del comedor.
Cuando mi madre observó los pedazos de loza, preguntó que había sucedido. Consciente de mi falta, temeroso de un castigo decidí buscar una treta. “La culpa fue de Manchita. Por los truenos, se escondió debajo de la mesa y tiró el jarrón”. Mi madre dijo: “Qué raro un gato tan miedoso” y luego me pidió que la ayudara a juntar los trozos. Pero la historia no terminó allí.
A la noche fui a dormir y Manchita me acompañó al dormitorio. Pero cuando se apagaron las luces, “sentí” que el gato me observaba. Cerraba los ojos, daba vueltas en la cama intentando conciliar el sueño. Imposible aun en la oscuridad, su mirada me seguía. Esos ojos inocentes sabían quién era el verdadero culpable. Recuerdo que esa noche soñé con gatos, pelotas y jarrones.
A la mañana siguiente, desperté sobresaltado, Manchita seguía allí. Sin sacarme el pijama, corrí al encuentro de mi madre. Llorando, le conté mi falta “el jarrón lo rompí yo, no el gato. Él lo sabe y no deja de mirarme”. Mamá se compadeció de mi angustia. Me explicó que los ojos de los gatos siempre brillan en la oscuridad. Como nuestra conciencia que brilla como un faro y nos señala el camino cuando obramos mal. Comprendí que la mirada que “sentía” no era la de mi mascota, sino la de mi propia conciencia.
Aunque seguí siendo un niño muy travieso, jamás volví a culpar a otro de mis “diabluras”.
Fuente: Mi infancia en el Recuerdo
Autor: Abel Echagüe
Dolly