La ciudad se cubre los ojos,
respira agitada entre el temor y la angustia.
Las nubes se llenan de pájaros oscuros,
revolotean sobre los cadáveres que van a existir.
La letanía de los mensajes penetra por las uñas,
se desliza a través de las venas,
surca el cuerpo afiebrando al miedo.
Huir de los otros cuerpos,
no acariciarse,
los ojos esquivos,
mirar ese otro cuerpo, los otros cuerpos;
las manos y sus pies
con las náuseas del posible sufrimiento.
Las lajas de los cementerios
cubren con pesadez
el espíritu de los vecinos.
Las bocas respiran a través del tejido,
no hablar no comer no besarse.
Los caballos atraviesan el horizonte a trote cansino,
pisan pesadamente en las osamentas de los deseos,
el cerrojo de las prohibiciones abre su boca ávida,
hundir los dientes, revolotean los vampiros,
las alas se llenan de tabúes,
mientras las sotanas marchan y marchan
al sonido de los tambores del pasado.
La ciudad y su gente se revuelve
arrullada por las hojas de los árboles afiebrados,
una nube abre su ojo y la lluvia humedece
los hombros las cabelleras los huesos los tejidos,
todo flota sobre ese río de las nubes.
El sol entibia los cuerpos,
el mío y el de ella,
y jugamos a la rayuela del no me importa
mientras las pieles se sonríen,
se rebelan pintando nuevas pecas gozosas,
componen la música de los susurros y quejidos,
dejan atrás las letanías de las prohibiciones.