En una ocasión, en el invierno de 1981, mientras caminaba con mi mujer por las calles de Praga, vimos un niño dibujando los edificios que tenía a su alrededor. Pese a que la idea de cargar con muchas cosas cuando viajo me produce auténtico horror (y todavía nos quedaba mucho viaje por delante), uno de los dibujos me gustó y decidí comprarlo. Cuando extendí la mano con el dinero, me di cuenta de que el niño no llevaba guantes, a pesar de la temperatura de 5 grados bajo cero. "¿Por qué no llevas guantes?”, le pregunté. "Para poder agarrar bien el lápiz.” Y empezó a contarme que adoraba Praga en invierno, ya que era la mejor estación para dibujar la ciudad. Se puso tan contento con la compra, que decidió hacer un retrato de mi mujer, sin cobrarle nada a cambio.
Mientras esperaba que terminara el dibujo, me di cuenta de que había sucedido algo muy extraño: habíamos estado hablando durante casi cinco minutos, sin que ninguno supiese hablar la lengua del otro. Nos entendíamos sólo a base de gestos, risas, expresiones faciales, y la voluntad de compartir algo. La simple voluntad de compartir algo hizo que consiguiéramos entrar en el mundo del lenguaje sin palabras, donde todo es siempre claro y no existe el menor riesgo de ser mal interpretado.
Alguien llega de Marruecos y me cuenta una curiosa historia sobre cómo ven ciertas tribus del desierto el pecado original. Estaba Eva paseando por el Jardín del Edén, cuando se le acercó la serpiente. "Come de esta manzana,” dijo la serpiente. Eva, muy bien enseñada por Dios, se negó. "Come de esta manzana,” insistió la serpiente, necesitas ser más hermosa para tu hombre.” "No lo necesito,” respondió Eva, “porque él no tiene otra mujer aparte de mí.” La serpiente se rió: "Claro que la tiene." Y como Eva no la creía, la llevó hasta lo alto de una colina, donde había un pozo. "Está dentro de esta caverna; Adán la ha escondido allí.” Eva se asomó y vio, reflejada en el agua del pozo, a una bella mujer. Entonces comió de la manzana que le ofrecía la serpiente. Según esta misma tribu de Marruecos, vuelve al Paraíso todo aquél que se reconoce en el reflejo del pozo, y no tiene miedo de sí mismo.
Estoy en Nueva York, me he levantado tarde, tengo una cita y, al salir a la calle, descubro que la grúa se ha llevado mi coche. Llego tarde a la cita, el almuerzo se prolonga más de lo que debía, salgo corriendo para ir al Departamento de Tráfico y pagar una multa que me va a costar una fortuna. Me acuerdo del billete de un dólar que me encontré ayer en el suelo, y establezco una relación aparentemente absurda entre aquel billete y todo lo que me ha sucedido esta mañana. Quizá recogí el billete antes de que lo pudiera encontrar la persona adecuada. Quizá aparté aquel dólar del camino de alguien que lo necesitaba. Quizá interferí con lo que está escrito. Tengo que deshacerme de él. Veo a un mendigo sentado en el suelo, le doy el dólar. Parece que he conseguido restablecer el equilibrio entre las cosas. "Un momento,” dice el mendigo. “No estoy pidiendo limosna; soy poeta.” Y me enseña una lista de títulos, para que yo escoja un poema. "El más corto, que tengo prisa.” El mendigo se gira hacia mí y recita: "Existe una forma de saber si ya cumpliste tu misión en la vida. Si sigues vivo es porque aún no la cumpliste.”
Autor desconocido
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