Hay un canto que se canta odiosamente,
sin sentido,
con rostro enajenado
y ritmo de impiedad.
Es una colérica y difícil melodía,
como un orgullo inútil,
como un amante
que al no tener amada
ni pecho adonde ir,
rompe en diabólica ternura
y en ojos que quieren destruir la inmensidad.
Canto del salvaje que se muerde el corazón,
del funestamente solo,
del que busca a la siniestra y dulce muerte
por vengarse del amor.
Canto que termina en la última pared,
en el más risible llanto.
Tan desierto,
tan perdido huésped
como un golpe de tambor.