Nos
quedamos solos y llegó la Nochebuena. Y fue como si ese imprevisto
interludio dolorosamente trágico hubiera dado un giro a la situación: a
primeras horas
de la tarde cesó la lluvia y empezó a nevar suave y
regularmente. El frío viento del
norte barrió las nubes que cubrían las
cumbres y a través de la nevada pudimos ver la luna
llena y las
estrellas.
Hacia
las seis de la tarde salí a dar un paseo por el bosque. La paz que se
extendía tan
inesperada y reconciliadora por el lóbrego mundo, el fresco
sabor de la nevada, los altos y
oscuros abetos que vistieron su blanco
atuendo navideño en cuestión de minutos, la muda
majestuosidad de las
cumbres nevadas que se adivinaba entre los copos de nieve, la luz
plateada que derramaba la luna sobre el paisaje poco antes empapado y
torturado, todo
ello, tras los recientes acontecimientos, parecía un
precioso obsequio celestial. La nieve
fresca rechinaba bajo mis botas y
al cabo de unas horas, gracias a la magnánima magia
del cielo, el
paisaje se convirtió en el decorado de una fabulosa ceremonia de luces y
reflejos.
Tras
cinco días de humedad y niebla, tras aquel aire cargado de olor a
tabaco y comida, ahora
respiraba a pleno pulmón el aroma etéreo, el
noble aliento de los abetos aliviados, de
los claros de bosque liberados
del ahogo de la niebla, y el aire de montaña hacía palpitar
el corazón y
renacer el alma. El cambio parecía obra de un mago que con un solo
gesto piadoso
había puesto fin a toda la miseria terrenal. La nieve caía
en grandes copos, como un manto suave
e uniforme, y el paisaje era como
una persona aterida que se arrebujaba feliz bajo un
reconfortante
edredón blanco. Llegué a un claro y me detuve; apoyado en mi bastón,
contemplé
el valle, donde en algunas casas ya brillaban las tenues luces
de la Nochebuena. Entonces
me pareció estar viviendo uno de los grandes
momentos de la vida, cuando el alma se ve
imbuida por una maravillosa
sensación de gracia, sin patetismo rimbombante y sin
sentimentalismo
chillón.
El
valle, el oscuro bosque, el blanco claro, todo relucía a la luz de la
luna. Era Nochebuena
y, aunque la gente también aquella noche seguía
matándose y la paz no se vislumbraba por
ninguna parte, aquel paisaje,
aquel claro y aquella cima no sabían nada sobre la desgracia del
género
humano.
Sándor Márai: “La hermana”, Ediciones Salamandra, Barcelona, 2007.