Los académicos del Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de
Occidente (ITESO), Everardo Camacho y Claudia Vega Michel, han trabajado
desde hace varios años en el tema del estrés y su relación con la
exposición continua al estrépito.
Efectivamente el ruido molesta,
pero además, ahora se sabe que de manera indirecta también puede
provocar que las personas desarrollen enfermedades por virus o
bacterias, afecten la calidad de su sueño y consuman más alcohol.
Este
conocimiento ha sido posible gracias a la reunión de las ciencias
exactas y la psicología, y se enriquece con las investigaciones que
realizan estos académicos del Departamento de Psicología, Educación y
Salud del ITESO.
Entre sus conclusiones está la certeza de que
existen diferencias entre los niveles de estrés de las personas que se
exponen de forma crónica a sobredosis de ruido –más de 85 decibeles—y
las que permanecen en ambientes silenciosos y, por eso mismo, relajadas.
Hace
cinco años, Everardo Camacho y Sergio Galán Cuevas, académicos de la
Universidad Autónoma de San Luis Potosí, compilaron una serie de
artículos y publicaron Estrés y salud: investigación básica y aplicada
(Ed. Manual Moderno, 2012).
Dentro de ese libro, Camacho y Claudia
Vega publicaron una revisión sistemática sobre diversas investigaciones
alrededor del mundo que documentan la relación entre el ruido y el
estrés.
“Además,
nos dimos cuenta de que hay un problema de ruido en la ciudad. Un
severo problema provocado por los vehículos automotores —que provocan 80
por ciento de la estridencia—, aviones y, por supuesto, talleres y
antros”, relatan.
De ahí nació el interés de enriquecer las
investigaciones locales sobre los niveles de estrés relacionados con el
ruido y la salud.
En 2016, se publicó su investigación “Análisis
de zonas ruidosas urbanas, contra zonas no ruidosas, con respecto a
niveles de cortisol, depresión, horas de sueño y consumo de alcohol”.
Los
especialistas se preguntaban si los habitantes cotidianos de tres
espacios de la ciudad donde los sonidos están arriba de los 85
decibeles, por lo menos ocho horas diarias, durante cinco años o más,
tienen mayores niveles de estrés.
Así como hábitos de conducta
distintos que los que hacen su vida en tres zonas que no pasan los 65
decibeles, que es lo recomendado por la Organización Mundial de la Salud
(OMS).
Los investigadores realizaron su estudio a partir de
reportes de hábitos de vida y el análisis de la hormona cortisol, que se
concentra en la saliva y se eleva ante los estímulos estresores.
El
cortisol tiene una respuesta adaptativa que, ante el estrés, produce
cambios metabólicos en el organismo: apaga nuestro sistema inmunológico.
Es
importante decir que un apagón prolongado no ocurre ante situaciones
esporádicas que nos causan agobio como una junta, examen, o un ruido
estruendoso repentino, sino con situaciones crónicas.
La
investigación sobre el ruido como estresor es formidable porque, a
través de la observación de la saliva, reúne a las llamadas ciencias
duras o exactas con las del comportamiento. Y porque estos análisis, los
de saliva y cortisol, se hacen en los laboratorios del ITESO.
A
su vez, la explicación del ruido como causante de estrés, y del estrés
como causante de afecciones físicas es fascinante, entre otras muchas
razones, porque habla de cómo funciona el cuerpo humano.
Para
funcionar, el sistema inmunológico requiere mucha energía. Al mismo
tiempo, el sentido positivo del estrés es la generación de una alerta
para la supervivencia, que también requiere altas dosis de vigor, por
ejemplo, huir ante un peligro.
Cuando nos sometemos al estrés
crónico, la vigilia o el apagón inmunológico es crónico. Esto favorece
que una bacteria o un virus ingresen al organismo y lo ataquen, destacan
los investigadores.
Todo, sin contar con que las ondas del ruido
tienen efectos en el corazón y el sistema circulatorio, y la exposición
continua a través de audífonos está provocando que los jóvenes vayan a
llegar casi sordos a los 40 años, según investigaciones de la
Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).
En el caso de la
investigación del ITESO, Camacho y Vega tomaron muestras de saliva de
los participantes, cuatro veces al día. Luego, a través de la prueba
conocida como Elisa, revisaron de cerca los salivazos, con un
microscopio, y continuaron una serie de pasos metodológicos rigurosos.
Entre
ellos, entrevistaron a los dueños de la saliva sobre sus
comportamientos cotidianos. Entonces, descubrieron que los que se
exponen de manera cotidiana al ruido de la calle —ocho horas diarias,
durante un mínimo de cinco años—, duermen una hora más y consumen una
cantidad mayor de cerveza.
Estos datos no resultaron significativos, por lo cual quedaron como una línea de investigación abierta para el futuro.
Lo
que sí se demostró fue la relación entre la exposición al ruido y el
gasto de cortisol en la saliva. Los más expuestos a los sonidos
estridentes sufren más estrés y, por lo tanto, son más vulnerables a
padecer enfermedades físicas.
Tras concluir su trabajo, Everardo
Camacho y Claudia Vega afirman que es importante que las personas
identifiquen si están expuestas a un lugar ruidoso de manera continua.
“Hay gente que cree que se habitúa y no es cierto; lo que pasa es que va
perdiendo la audición y escucha menos ruido”.
Después de la
identificación del problema se tendría que pasar a la acción, dicen. Por
ejemplo, al uso de tapones y aditamentos que ayuden a disminuir el
impacto de la estridencia, y a la realización de actividades para
afrontar el estrés, como el ejercicio físico y las actividades
recreativas en lugares no ruidosos, por supuesto.
También existen
aplicaciones telefónicas con las que es posible calcular los decibeles
para conocer cuál es la exposición cotidiana al bullicio (goo.gl/0tjKOH)
para pedir la intervención de las autoridades, cuando es necesario.
Con
sus estudios, estos académicos del ITESO contribuyen a hacer más
evidente el contaminante más invisible según la OMS: el ruido. Camacho
afirma que los estudios continuarán.