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Había
una vez un gran hombre que se casó con la mujer de sus sueños. Con su amor,
procrearon a una niñita. Era
una pequeña brillante y encantadora, y el gran
hombre la quería mucho.
Cuando era muy pequeñita, la alzaba, tarareaba una melodía y la hacía
bailar por el cuarto, al tiempo que le decía: "Te quiero,
chiquita".
Mientras la niña crecía, el gran hombre solía abrazarla y decirle: "Te
amo, chiquita". La hijita protestaba diciendo que ya no era chiquita.
Entonces el gran hombre se reía y decía: "Para mí, siempre vas a ser
mi chiquita".
La chiquita que ya-no-era-chiquita, dejó su casa y salió al mundo. Al
aprender más sobre sí misma, aprendió más sobre aquel hombre. Vio que era
de veras grande y fuerte, pues ahora reconocía sus fuerzas. Una de esas
fuerzas era su capacidad para expresar su amor a la familia. Sin importarle en
qué lugar del mundo estuviera, el gran hombre la llamaba y le decía:
"Te amo, chiquita".
Llegó el día en que la chiquita que ya-no-era-chiquita, recibió una llamada
telefónica. El gran hombre estaba mal. Había tenido un derrame. No podía
hablar y no estaban seguros que pudiera entender lo que decían. Ya no podía
sonreír, reír, caminar, abrazar, bailar o decirle a la chiquita, que
ya-no-era-chiquita, que la amaba.
Y entonces fue a ver al gran hombre. Cuando entró en la habitación y lo vio,
parecía más pequeño y ya, nada fuerte. El la miró y trató de hablar, pero
no pudo.
La chiquita hizo lo único que podía hacer. Se acercó a la cama junto al
gran hombre. Los dos tenían los ojos con lágrimas y ella rodeó con sus
brazos los hombros inmóviles de su padre.
Con la cabeza apoyada en su pecho, pensó en muchas cosas. Recordó los
momentos maravillosos que habían pasado juntos y cómo se había sentido
siempre protegida y querida por el gran hombre. Sintió dolor por la pérdida
que debía soportar, las palabras de amor que la habían confortado.
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