La felicidad no depende de obtener placer de manera exacerbaba y frecuente.
Si así fuera, ser felices requeriría sólo de provocarnos orgasmos cada
5 minutos, comer comida deliciosa o fumar compulsivamente, todas
las cuales son acciones que liberan químicos ligados al placer y
la felicidad.
Pero no es tan sencillo.
El placer es una dinámica que, como toda forma
de experimentar la vida, se corrompe si se vuelve permanente
o se intenta acumular. Ningún ser vivo puede estar en un mismo
estado indefinidamente: necesitamos de la variabilidad para que las cosas
tengan sentido, y más aún, para preservar la vida.
Esto se puede explicar desde un enfoque evolucionista o, si se quiere,
desde el más sutil acto de supervivencia: alimentarse. Comer es
una acción de la cual dependemos y en la cual la mayoría no piensa
todo el tiempo, sino sólo en aquel momento en el que el cerebro a
ctiva paulatinamente la sensación de hambre.
La comida deja de ser un placer para quienes son adictos a ella, pues
lo que activa la compulsión por la comida no es un mecanismo normal
del cerebro, sino uno derivado de trastornos afectivos. Por eso,
los trastornos alimenticios y otras adicciones devienen en depresión
y aislamiento, lo que a su vez detona una búsqueda desesperada
por conseguir placer.
Por eso, Morten Kringelbach, neurocientífico y profesor del
departamento de psiquiatría en la Universidad de Oxford, explicó
en una entrevista para Aeon la correlación –a nivel cerebral– de las
dos definiciones que Aristóteles dio al placer,
pues éstas siguen siendo vigentes.
La conclusión de Kringelbach es que las llaves de un cerebro libre
de adicciones y depresión están en el contacto humano, es decir,
en compartir con los demás placeres como el sexo, la comida
u otras recreaciones vitales –lo que a nivel evolutivo es esencial
para la permanencia de la especie–. E igual de importante –y de natural–
es variar esos placeres, pues de otra forma surge una fijación inusual
por una sola forma de placer, y ahí es cuando el cerebro
comienza a fallar.
|