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Había una vez, hace cientos de años, en una ciudad de Oriente, un hombre que una noche caminaba por las oscuras calles llevando una lámpara de aceite encendida. La ciudad era muy oscura en las noches sin luna como aquella. En determinado momento, se encuentra con un amigo. El amigo lo mira y de pronto lo reconoce. Se da cuenta de que es Manuel, el ciego del pueblo. Entonces, le dice: ¿Qué haces Manuel, tú ciego, con una lámpara en la mano? Si tú no ves.... Entonces, el ciego responde. Yo no llevo la lámpara para ver mi camino. Yo conozco la oscuridad de las calles de memoria. Llevo la luz para que otros encuentren su camino cuando me vean a mi... . No solo es importante la luz que me sirve a mí, sino también la que yo uso para que otros puedan también servirse de ella. . Cada uno de nosotros puede alumbrar el camino para uno y para que sea visto por otros, aunque uno aparentemente no lo necesite. Alumbrar el camino de los otros no es tarea fácil. Muchas veces en vez de alumbrar oscurecemos mucho más el camino de los demás. ¿Cómo? A través del desaliento, la crítica, el egoísmo, el desamor, el odio, el resentimiento... . Qué hermoso sería si todos ilumináramos los caminos de los demás! Sin fijarnos si lo necesitan o no... Llevar luz y no oscuridad.
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