Siempre que leemos o escuchamos lo que nos espera tras la muerte nos hallamos frente a relatos de lo bien que estamos con los seres queridos en algún tipo de paraíso o de lo solos y atormentados que estamos en algún tipo de infierno o limbo (cuando no deambulamos como almas en pena apegados a esta dimensión).
Pero aún no me he hallado con ningún relato (no digo que no exista) en que se nos hable de nuestras posibles interacciones, en el más allá, con esas personas con las que no nos llevábamos demasiado bien o que eran nuestros enemigos declarados.
Bien, sí, circula una versión según la cual pactamos antes de encarnar nuestros roles; según esta versión, en el más allá éramos almas luminosas y amigas y decidimos venir a tocarnos las narices para aprender algo; representa que cuando baje el telón de nuestra actual existencia nos reencontraremos, volveremos a ser amigos y nos reiremos a carcajadas de lo acontecido.
Ojalá esto sea así, pero lo dudo. No conecto con ello. Lo siento un poco demasiado ingenuo o simplista. Pues si somos tan maravillosos todo el rato en el otro lado, ¿por qué deberíamos encarnar y aprender algo? ¿Qué diferencia habría entre quien ha aprendido a perdonar y amar, seguramente a partir de experiencias fuertes, y quien no ha aprendido a hacerlo si después, al final, resplandecemos igualmente como angelitos inmaculados?
Más bien siento que debe de quedar algo pendiente. Una deuda de amor para con aquellos a quienes no supimos amar. Es decir, si hemos tenido unos cuantos amigos y seres queridos y nos lo pasamos de fábula con ellos en el Paraíso, en algún lugar y de alguna manera está pendiente de atender el daño que hicimos a los demás (o que nos hicieron), lo distanciados que estuvimos de ellos y nuestra mutua antipatía. Y por más que pasemos eones de gozo y jolgorio en nuestro vergel bienamado, tarde o temprano llegará el día en que tendremos que afrontar eso.
¿Por qué?, porque no supimos integrarnos todavía. Es decir, con suerte conseguimos reconocernos y reconocer a algunas personas como luz…, pero solo a algunas personas. Y si para Dios todos somos iguales y nos ama de la misma manera, es imposible que podamos ser admitidos en su seno si «opinamos» distinto de Él y hacemos distinciones entre unas almas y otras. No hemos adquirido la comprensión necesaria, la vibración acorde, para gozar de un reposo sin fin en los brazos del Creador.
Es así como el mandato de amar a los enemigos es mucho más que una sugerencia ética: es un imperativo trascendental; algo radicalmente imprescindible en aras de nuestra liberación final.
Puede llevarnos muchos años o vidas esta conquista, pero todo se simplifica si partimos de la base de que todos nosotros somos luz disfrazada con algún tipo de traje que nos embarra, resultado de distintas complicaciones en que nos hemos metido. El juego de complicaciones entre humanos permite tanto que surja amor y amistad entre nosotros como que surja enemistad y antipatía, dependiendo de las compatibilidades o incompatibilidades en que hayamos entrado, según las resonancias que se produzcan entre nuestras respectivas características temporales.
Debemos recordar siempre que ningún ser humano hace daño a otro si se siente pleno y feliz, pues la plenitud invita a la generosidad, la bondad, la simpatía. Los seres humanos nos hacemos daño cuando nos falta algo, cuando afrontamos nuestras propias luchas internas y el otro nos parece una piedra adicional en el camino: patada a la piedra y que no moleste.
La comprensión de que quienes de algún modo nos hirieron estaban o están confrontados con sus propias luchas y sus propios dilemas, perdidos por las callejuelas de un laberinto angustioso, debería bastar para encender en nosotros la llama de la compasión. Si el tiempo y el espacio no existen y estamos todos ya en Dios, todo eso que nos hirió, o por lo que herimos, obedece tan solo a un desequilibrio temporal del que nos veremos liberados. Y cuando nos veamos entre nosotros sin el disfraz de barro, sin las máscaras de gárgola con que fuimos asustados y asustamos, y nos contemplemos entre nosotros como plena luz, ningún antagonismo será ya más posible. Dios no deja nunca de saberlo; nosotros lo hemos olvidado, pero solo por un tiempo. Cuando también lo sepamos, con todo nuestro ser, estaremos integrados, y la paz de que podremos gozar será ya definitiva (presuntamente).
Así pues, atención a esos enemigos, a esos anodinos, a esos antipáticos. Si no hacemos todo lo que se nos ocurra para quererlos un poco más, estaremos perdiendo una ocasión de oro de dar un gran salto evolutivo.
© Francesc Prims Terradas