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General: Relatos de terror
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Respuesta  Mensaje 1 de 1 en el tema 
De: lluneta1  (Mensaje original) Enviado: 17/10/2011 14:23
 
 
Relatos de Terror
 
 
 

 

LA MANO FRÍA

Según cuentan vivía hace un tiempo y en una casa pequeña,

sin muchos miramientos, un albañil tranquilo que gustaba
de hablar por los codos, pero que era muy apreciado
por los vecinos, porque, entre tanto hablar,
a veces , contaba cuentos y no estaban mal,
y tenían hasta su gracia y, en todo caso,
garantizaba la atención de niños y mayores
cuando se reunían en casa en torno al fuego.
El sitio donde vivía, un tanto alejado del pueblo
y rodeado de arboles, daba un ambiente especial
a las polavilas ( reuniones que se celebraban en torno
al llar de la casa para contarse cuentos en
la largas noches de inviernos) que se hacían
en su casa: los pájaros, el ruido del viento
y esa particular oscuridad que se siente cuando
se acaba de acabar la ultima luz, ayudaban
a sobrecogerse un tanto antes de empezarlas.

Un día de los suyos, y que cambiaría su forma de
ver y sentir las cosas de este mundo,
estaba cenando con toda tranquilidad el albañil,
un candil por alguna parte, el viejo tronco
en ascuas en el que se había calentado la cena,
por otra, como toda luz. Estaba solo y no
encontraba en la cena mas consuelo que el que
puede encontrar un cabo en regañar a un
soldado: no pensaba mucho, sino que dejaba
vagar la mente por entre la insipidez de
lo que comía, que tanto a toda su vida se parecía.
Así lo llevaba: comer así, como si nada, lavar los platos
de cualquier manera, sentarse a echar el ultimo
pitillo del día mientras se va enfriando la casa
y las ansias de ahorrar hacen apagar el candil.

A punto estaba de hacerlo o, por lo menos
ya llevaba un tiempo pensando en ello cuando
una sombra indefinible apareció por la pared
que no debía, por la que debía, luego,
por otra tercera, después, que era donde
estaba el candil, y apago la vela.
Aquello con susto y todo, llevó a nuestro albañil a
moverse y, con esa práctica que da costumbre,
con solo el ligero resplandor del llar, buscó cerillas
y trató de enceder la vela.

Cosa rara, no había manera. Lo intentó mas veces,
tantas como le permitió el miedo que indefectiblemente
empezaba a sentir y que le erizaba el vello
de la piel; el, que era tan pausado en su vida
y que solo se entretenía haciendo pasar
miedo a los demás ( y de que forma, bien sabia él ),
estaba ahora con la última cerilla en la mano
y el escuálido resplandor del fuego como todo
futuro por esa noche. Casi de pronto,
como si no hubiese sido de golpe,
segundos antes de que procediera a encender
la postrera cerilla, algo así como una mano fría,
algo frío, una textura fina, un calor frío, se posó en su cuello.

- Nada que hacer- se dijo el albañil, que entre tanto
sobresalto aun guardaba la serenidad del cuentista
profesional -, ni cerillas, ni velas, ni luz, que esta noche
si no son los muertos los que rondan, son sus descendientes.
Con algún trastabilleo (tropezón) que otro,
se acercó a la puerta y como intentado no incomodar
a quien allí hubiera, corrió el pestillo, abrió ligeramente
la puerta, pasó al otro lado como queriendo ser
mas flaco de lo que era y bendijo aquella oscuridad simple,
nada ominosa, que dejaba ver las sombras de
los arboles como sombras azules de un cielo negro.
No corrió, pues, aunque albañil, su renombre de
cuentista le había dado una cierta imagen de hombre,
si bien algo de alloriau (atolondrado), cabal a
ciencia cierta, y no quería que le vieran a esas horas
(todavía era temprano para que la gente anduviese durmiendo)
corriendo por todo el pueblo. A donde se dirigía lo
decidió sobre la marcha: a ver a su amigo del alma,
a que le dejara descansar en su casa, a que le
ayudase a quitar de su piel aquel frío que
sentía en su cuello.

Dicen los vecinos que llego a casa de su amigo,
que abrió la puerta sin llamar ni decir nada,
que se llegó a la cocina donde cenaba su amigo,
que lo miro con ojos de espanto,
que quiso hablar pero no pudo y que se desmayó.
Santiago, que así se llamaba su amigo, aunque ello
no importe nada ahora, no sabemos si preocupado
o divertido por tan súbita aparición, hizo como pudo
para sacar a nuestro albañil a que le diera el aire;
unas cuantas tortas y otras pocas exploraciones
que había aprendido a hacer de pequeño,
le bastaron para tranquilizarse y bastaron también
para que se espabilara el durmiente.

Nada pudo hacer, entonces, el albañil para evitar
que unas lagrimas sordas, mudas y ciegas,
acabaran su camino entre todas las nuevas arrugas
que esa misma noche llegaron a su rostro.

 

Fondo By Lluneta


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