Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis transgresiones al Señor; y tú perdonaste la maldad de mi pecado. Salmo 32:5. Una conciencia tranquila
A menudo hay una relación entre culpa y temor. David, el salmista y rey de Israel, confirma esto en el Salmo 32:3-4: “Mientras callé, se envejecieron mis huesos… de día y de noche se agravó sobre mí tu mano”. La conciencia que el Creador dio a cada ser humano no lo dejaba tranquilo. Un psiquiatra creyente cuenta que cierta vez fue a su consultorio un hombre que estaba plagado de temores. Siempre estaba huyendo de la gente, aun de su propia familia. Y el estar solo era un tormento para él. Aunque iba de médico en médico, sus achaques no disminuían. El psiquiatra sospechó que algo pesaba sobre su conciencia y le preguntó si no se sentía culpable con alguien. Primero el enfermo buscó eludir la pregunta, pero finalmente reconoció que había engañado a su mujer durante catorce años, manteniendo vínculos con otra. Hacía mucho que esta relación había terminado, pero su mala conciencia y su temor a ser descubierto lo atormentaban. Estaba sentado frente al médico como la imagen de la mismísima desolación. Para liberarse de un peso de conciencia y de sus consecuencias sólo existe un remedio: una sincera confesión ante Dios, pues sus mandamientos son despreciados cada vez que pecamos, y a la persona contra quien se pecó. David lo hizo y fue perdonado. El paciente siguió el consejo del doctor y confesó sus faltas. Entonces ocurrió algo maravilloso: no sólo Dios lo perdonó, sino también su mujer.
|