Organizó sola. Nadie la convocó. Nadie la dirigió. De todas las
esquinas y plazoletas, de todos los cines y mercados, de todos los
barrios de la ciudad, comenzaron a caminar. ¿Quiénes hacían esto?
Niños. Decenas de niños. Niños pobres. Niños desamparados. Niños que
caminaban solidarios con un rumbo fijo: «La Nueva Jerusalén», uno de
los barrios de la gran ciudad.
Iban para asistir al funeral
de un compañero muerto, un chico callejero de doce años de edad llamado
Wellington Barboza. Lo habían asesinado los narcotraficantes. Uno más,
añadido a la lista de víctimas. Era uno de los chicos abandonados, de
ocho a doce años de edad, que viven en las calles de Río de Janeiro.
Todas
las grandes ciudades tienen sus niños pobres. Son los huérfanos, los
desheredados, los corridos de sus casas sin amor y sin cuidado.
Irónicamente el niño Wellington Barboza había sido asesinado en un
barrio llamado «La Nueva Jerusalén», el nombre que la Biblia da a la
eterna ciudad celestial.
Estos niños brasileños, como sus
congéneres de todo el mundo, se dedican necesariamente al delito: al
robo y al narcotráfico. Y a veces, por la misma vida que llevan,
cometen homicidios.
En Bogotá se les llama «gamines», en
España, «golfos», en otras ciudades, «pungas» o «vagos», pero todos por
igual son víctimas del desamor y la indiferencia. Y su destino es la
droga, la agresión, la cárcel y la muerte.
¿Habrá algo que
nosotros, los adultos de este tiempo, podemos hacer? Sí, lo hay. En
primer lugar, debemos reconocer la honda herida que motiva este
comportamiento. Ellos son quienes son, y hacen lo que hacen, porque son
víctimas de una sociedad que los ha herido, desamparado y abandonado.
Luego
debemos levantar nuestra voz para hacer que tomen conciencia todos
—padres, maestros, clérigos, autoridades— de que no hay modo de
justificar el abandono de nuestros niños. La realidad es que son
nuestros, y su comportamiento refleja el mal que aflige a nuestra
sociedad.
Algo más. Padres, cuidemos con amor y atención a
los hijos que todavía tenemos en casa. La Biblia dice: «Y ustedes,
padres, no hagan enojar a sus hijos, sino críenlos según la disciplina
e instrucción del Señor» (Efesios 6:4).
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