"...Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré allá. Jehová dio, y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito" (Job 1:21).
A un hombre de corazón humilde le preguntaron qué hacía para vivir en tal estado de tranquilidad aun cuando estaba rodeado de circunstancias adversas. Su respuesta fue profunda y al mismo tiempo sencilla: "¡He aprendido a cooperar con lo inevitable!"
Muy pocos de nosotros tenemos este enfoque tan sabio y tan práctico de la vida. Muchos luchamos contra nuestras circunstancias y nos quejamos de ellas, al tiempo que creemos que estamos haciendo la voluntad de Dios.
En la vida encontramos situaciones humanamente irreversibles, tumores inoperables, cosas que ya no se pueden arreglar, cosas como la sal que se disuelve al caer al agua y ya no vuelve a ser sal; o como los huevos fritos que jamás volverán a su estado original.
La vida es un juego en el que a veces se gana y a veces se pierde. El gran secreto para nuestra felicidad consiste simplemente en aceptarla tal cual es. Este es uno de los factores esenciales para la prevención de las enfermedades del alma. Aceptemos que a veces recibimos y a veces damos, que no siempre ganamos y no siempre se perdemos, que unos días somos palomas y otros estatuas, unos días somos insectos y otros parabrisas.
En el camino nos encontramos muchas situaciones desagradables que son así. No pueden ser de otro modo. Podemos optar por aceptarlas como inevitables o podemos destrozarnos en la rebelión y terminar con los nervios desechos.
Una viuda que tenía un hijo en el ejército recibió un día una llamada trágica. Naturalmente quedó abrumada por la pena. Hasta entonces había tenido la impresión de que la vida la había tratado muy bien. Tenía una ocupación que le agradaba, había conseguido la educación de su hijo quien era su máxima ilusión. Sentía que cuanto había sembrado en ese hijo se vería algún día remunerado con la esplendidez de él mismo.
Cuando recibió esa llamada, se le derrumbó el mundo por completo, su vida ya no tenía sentido, descuidó su trabajo, se apartó de sus amistades y dejó que las cosas fueran como quisieran.
Se sentía amargada y resentida con la vida. "¿Por qué tenía que ser mi pobre hijo?" Se preguntaba. No podía aceptarlo. Su pena era tan grande que decidió abandonar su trabajo, marcharse y esconderse con lágrimas en su derrota.
Cierto día estaba despejando una gaveta cuando tropezó con una carta de ese mismo hijo muerto, carta que él le había escrito a raíz de la muerte su madre hacia varios años; en esta carta su hijo le decía:
"Desde luego todos la echaremos muy de menos, especialmente tú. Pero sé que sabrás sobreponerte a la pena. Tu filosofía personal te habrá indicado que es vano angustiarse por lo inevitable. Nunca olvidaré las verdades que me enseñaste, donde quiera que esté, por muy lejos que sea, siempre recordaré que tú me enseñaste a sonreír y a tomar todo cuanto venga con valentía".
Aquella mujer leyó varias veces la carta. Le parecía que su hijo estaba a su lado hablándole, le oía decir: "¿Por qué no haces lo que me enseñaste a hacer? Soporta, suceda lo que suceda ocupa tus penas y sonríe, sigue adelante".
Esa experiencia la renovó, volvió a su trabajo, dejó de mostrarse amargada y rebelde; constantemente se repetía: "No puedo cambiarlo pero sí soportarlo y lo soportaré como mi hijo desearía que lo hiciera". La mujer se dedicó al trabajo, a lo que le quedaba, volvió a sonreírle a la gente. Hizo las paces con la vida. Aceptó su destino, aprendió a colaborar con lo inevitable que sucede.
Que lo irremediable no nos obsesione de tal manera que nos domine por completo, pues la vida no se detiene cuando sufrimos un percance, ella sigue y hay que afrontarla con ánimo decidido.
Bárbara Johnson, una valiente mujer que pasó simultáneamente por cuatro pruebas de lo peor que usted se pueda imaginar, después de forcejear rabiosamente con su destino decidió ceder, aceptar lo irremediable y esperar en Dios.
En uno de sus libros ella dice: "Me siento mucho mejor desde que me di por vencida. El dolor es inevitable, pero el sentirse miserable es opcional. Trato de ser sabia cuando no puedo estar alegre, de ser dócil cuando no puedo estar contenta, de conformarme con lo que no tiene remedio y de ser paciente cuando no hay posibilidad de resarcimiento. Empecé a amar la vida y ella dejó de ser un enigma para mí".
Hay que aceptar con agrado lo inevitable de la vida, la aceptación de lo que ha sucedido es el primer paso para superar las consecuencias de cualquier desgracia. ¡Acepte que sea así!
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