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La sangre del Nuevo Pacto
«Ellos no son del mundo, como tampoco lo soy yo» (Juan 17: 16).
LA SANGRE DE CRISTO llega a ser un símbolo de su triunfo sobre los
poderes del mal, y también signo de nuestra reconciliación con Dios,
nuestra justificación, nuestra santificación y nuestra redención.
Pero también es una señal del Nuevo Pacto:
«De la misma manera,
después de cenar, tomó la copa y dijo:
“Esta copa es el nuevo pacto en
mi sangre; hagan esto, cada vez que beban de ella, en memoria de mí”» (1
Cor. 11: 25).
Los israelitas con sus rebeliones y violaciones de la ley
rompieron el pacto que Dios había hecho con ellos. Dios, sin embargo,
prometió:
«“Vienen días — afirma el Señor— en que haré un nuevo pacto
con el pueblo de Israel y con la tribu de Judá. No será un pacto como el
que hice con sus antepasados el día en que los tomé de la mano y los
saqué de Egipto, ya que ellos lo quebrantaron a pesar de que yo era su
esposo —afirma el Señor—.
Este es el pacto que después de aquel tiempo
haré con el pueblo de Israel —afirma el Señor—: Pondré mi ley en su
mente, y la escribiré en su corazón. Yo seré su Dios, y ellos serán mi
pueblo”»
(Jer. 31: 31-33).
Cristo cumplió esta promesa. Por medio de su
muerte entramos en un nuevo pacto con Dios.
Mediante la sangre de Cristo somos hechos ciudadanos del reino de
Dios: «Recuerden que en ese entonces ustedes estaban separados de
Cristo, excluidos de la ciudadanía de Israel y ajenos a los pactos de
la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo.
Pero ahora en Cristo
Jesús, a ustedes que antes estaban lejos, Dios los ha acercado mediante
la sangre de Cristo» (Efe. 2: 12, 13).
Por causa del pecado perdimos
nuestra ciudadanía celestial. Éramos extranjeros y advenedizos en este
mundo. No teníamos derechos ciudadanos.
Nos sentíamos alejados de los
miembros de la familia de Dios. Pero Cristo nos dio la ciudadanía.
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