Mirando la alameda, de otoño lacerada, 
la alameda profunda de vejez amarilla, 
como cuando camino por la hierba segada 
busco el rostro de Dios y palpo su mejilla.

Y en esta tarde lenta como una hebra de llanto 
por la alameda de oro y de rojez yo siento 
un Dios de otoño, un Dios sin ardor y sin canto 
¡y lo conozco triste, lleno de desaliento!

Y pienso que tal vez Aquel tremendo y fuerte 
Señor, al que cantara de locura embriagada,
no existe, y que mi Padre que las mañanas vierte 
tiene la mano laxa, la mejilla cansada.

Se oye en su corazón un rumor de alameda 
de otoño: el desgajarse de la suma tristeza;
su mirada hacia mí como lágrima rueda 
y esa mirada mustia me inclina la cabeza.

Y ensayo otra plegaria para este Dios doliente, 
plegaria que del polvo del mundo no ha subido:
"Padre, nada te pido, pues te miro a la frente 
y eres inmenso, ¡inmenso!, pero te hallas herido."

Poemas de: 
Gabriela Mistral 

 

 

 

 

 

 
 
 
 
 
 

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