Elmer N. Dunlap Rouse
Cuando el diablo acabó de tentar a Jesús, éste volvió a Galilea y comenzó a enseñar en las sinagogas. En Nazaret se levantó a leer del rollo de Isaías 61, "El Espíritu del Señor está sobre mi, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a predicar el año agradable del Señor". Jesús entonces dijo:
"Hoy se ha cumplido esta Escritura delante de vosotros". Estuvieron maravillados de las palabras de gracias que salían de la boca de este predicador (Lucas 4:14, 18-19, 21, 22). El hecho de que los hombres de Nazaret rechazaron su ministerio y trataron de matarlo no lo detuvo. Descendió a Capernaum y siguió enseñando.
Enseñar y predicar era lo primero para Jesús. En la sinagoga, en la embarcación de Pedro, en la montaña, la gente común le oía con deseo. Cuando envió a los apóstoles a predicar el evangelio a toda criatura, ya les había dado ejemplo de cómo hacerlo. El cristianismo es una religión de predicación. Es tan esencial como el aire que respiramos. Era su plan en aquél entonces y sigue siendo su plan para hoy en día.
Sus apóstoles despreciaron los trabajos inferiores para atender a lo más importante, "No es justo que nosotros dejemos la palabra de Dios, para servir a las mesas. Buscad, pues, hermanos, de entre vosotros a siete varones ...a quienes encarguemos de este trabajo y nosotros persistiremos en la oración y en el ministerio de la palabra" (Hech. 6:2-4).
Cristo les había indicado que siempre aparecen otros que pueden atender a lo secundario, "Deja que los muertos entierren a sus muertos; y tú vé, y anuncia el reino de Dios" (Luc. 9:60).
Cuando Pablo llegó a Corinto, estaba sólo y se puso a trabajar haciendo tiendas, pero cuando Silas y Timoteo finalmente llegaron, lo encontraron entregado por completo a la predicación (Hech. 18:3,5). ¿Será así de importante hoy el ministerio de la palabra? O ¿será más importante tener dinero, una buena casa y un automóvil del año?
La iglesia nació gracias a la prédica del evangelio y depende de predicadores para su misión. Los de Pentecostés se convirtieron gracias al sermón de Pedro y las otras muchas palabras que testificaba y exhortaba. Nacida la iglesia, se nutría de la continuada prédica de los apóstoles. Llenaron a Jerusalén con su doctrina.
Necesitamos predicadores como Apolos, elocuente, poderoso en las Escrituras, instruído, de espíritu fervoroso que hable y enseñe con diligencia lo concerniente al Señor (Hech. 18:24-25). Necesitamos predicadores que aviven el fuego del don que Dios les ha dado para predicar y que aviven a la iglesia por medio de mensajes y enseñanza bíblica (2 Tim. 1:6).
Necesitamos predicadores sabios que sepan administrar los recursos de la iglesia de tal forma que haya crecimiento y armonía entre los hermanos.
También necesitamos de hermanos que amen a Dios con aportaciones serias y generosas para apoyar a los predicadores. Hace falta mucho dinero. Para entregarse por completo a la obra con una mente enfocada requiere la ausencia de preocupaciones económicas. Tienen que comer, vestirse, pagar médicos, echar gasolina al carro para moverse y pagar sus deudas.
Cristo decretó que vivan a expensas de los hermanos. Pablo pregunta: "Si nosotros sembramos entre vosotros lo espiritual, ¿es gran cosa si segáramos de vosotros lo material? (1 Cor. 9:11). ¿De quién somos? ¿Qué será de nosotros si no apoyamos a los que quieren anunciar el evangelio? ¿Qué será de nosotros si no preparamos predicadores para mandar a tantos pueblos que están huérfanos de prédica y a cada rincón y barriada de Puerto Rico?
Conozco a un ministro, amigo mío, que se mudó a un pueblo donde había una pequeña iglesia y una institución de presos. El año pasado, 1994, él y otros bautizaron más de 2,000 presos en dicha institución y en el pueblo donde es ministro. Me dijo: "Pensamos convertir por lo menos el 10% de la población".
Predicar es un trabajo. Requiere un mínimo de 60 horas por semana para hacer un trabajo regular. Y para prender un fuego, hay que trabajar por lo menos 75 horas por semana. Es un trabajo duro, largo y sucio. Sucio porque hay que sufrir tantos comentarios y murmuraciones de los hermanos.
Conozco a un ministro que entraba en su oficina a las 5:00 de la mañana todos los días, enseñaba 10 clases a no miembros cada semana, bautizó a 42 personas en tres meses, había duplicado la asistencia y la ofrenda de la iglesia que lo empleaba.
A este trabajo, un líder de la iglesia le pidió que usara el automóvil de su esposa para salir y que dejara su automóvil estacionado frente al edificio, porque muchos hermanos, al no ver su automóvil frente a la iglesia, creen que no está trabajando sino paseando.
Predicar no es el arte de predicar sermones, sino es el arte de ser el sermón. El predicador se casa con la iglesia. Ocupa su mente cuando está despierto y ocupa su sueño cuando está dormido. Su pensamiento contínuo es la iglesia, sus programas, su progreso, sus faltas, sus fracasos y cómo mejorarla.
Predicar es el trabajo más importante, el reto más grande, y la recompensa mejor pagada del mundo.