Seis años ya desde aquel 11-M en que la bestia encendió las bombas que estallaron en los trenes y que segaron la vida de 191 personas, dejaron heridas a cientos, y conmocionadas a millones.
Desde entonces le doy vueltas a la etimología de la palabra casualidad. En latín accidens, de donde viene accidente, algo casual, como un cúmulo de circunstancias que coinciden en el tiempo, ya sea para bien o para mal.
Las circunstancias accidentales que parieron aquel 11-M son un claro caso de mala suerte. Como las conjunciones astrales perversas de las que hablan los charlatanes de la astrología.
Mala suerte, como la de tener de capo del terrorismo internacional a un millonario y psicópata talibán islámico que envía a sus cruzados (bueno, lunáticos, pues llevan una media luna, y no la cruz en el pecho) a conquistar el mundo, imitando a aquellos Papas genocidas que promovieron las cruzadas.
Mala suerte porque presidía los Estados Unidos un pobre hombre de inteligencia escasa, minada quizá por su antigua drogadicción al alcohol, que decía oír voces del más allá que le ordenaban atacar Irak.
Mala suerte porque gobernaba en el Reino Unido un tipo que despreciaba, como demostró luego, el concepto de justicia universal contra los genocidas como Pinochet, converso ya de mayorcito del socialismo al papismo.
Mala suerte porque gobernaba en España un hombrecillo insufrible de pasado falangista que cuando joven se mofaba de la democracia en sus escritos públicos, y que con el tiempo daría muestras de un desequilibrio mental preocupante.
Cuatro hombres desgraciadamente con poder, cuatro trenes coincidiendo en un mismo tiempo y un mismo lugar. Mala suerte. Puro accidente.