2ª parte
"Ni salvados, ni redimidos" (¿Por qué se oculta el gozoso rostro de Dios y se mantienen tétricas visiones humanas?)
Jairo del Agua
ReligiónDigital
Para eso viene el Hijo del Hombre, el modelo, para devolvernos nuestra identidad y, con ella, el mapa de la felicidad. Lo dice Juan maravillosamente: "Tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo único, para que quien crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn 3,16). Creer significa confiar, seguir, adherirse a la persona y al mensaje. Tener vida significa crecer, realizarse, avanzar hacia la felicidad para la que fuimos creados. Por eso la salvación no está en la cruz, sino en el seguimiento del Salvador:"Yo soy el camino, la verdad y la vida" (Jn 14,6).
Él nos reveló un Rostro en quien confiar y un Camino para el encuentro. Él vino a iluminar las tinieblas de este mundo, a abrirnos los ojos, a tomarnos de la mano y convertirse en nuestro lazarillo por puro amor, por pura gratuidad. Lo dice expresamente el cántico de Zacarías: "Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz" (Lc 1,78).
¿Tan difícil nos resulta creer en un Dios perdidamente enamorado de sus criaturas? ¿Un Dios hecho manos para sostener nuestra inseguridad, hecho peregrino para acompañar nuestro camino, hecho sol para iluminar y calentar nuestras vidas; un Dios que clama por sus criaturas hasta el punto de "correr el riesgo" de humanarse para enseñarnos a ser humanos? Está escrito: "Y la Palabra era Dios… Ella contenía vida y esa vida era la luz del hombre; esa luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la han comprendido" (Jn 1,1-5).
¿Y la pasión y muerte? De ninguna manera son divinas, ni sagradas. Son hechura de nuestras manos homicidas, como lo son las "crucifixiones” a que hoy sometemos a tantos hermanos nuestros. Son nuestra terrible respuesta al que viene a ayudarnos. Nos lo escribió Juan: "La luz verdadera, la que alumbra a todo hombre, estaba llegando al mundo. En el mundo estuvo y, aunque el mundo se hizo mediante ella, el mundo no la conoció. Vino a su casa, pero los suyos no la recibieron" (Jn 1,9). Lo cuenta el mismo Jesús en la "parábola de los viñadores homicidas" (Mt 21,33).
No existe una cruz redentora querida por Dios. Él aborrece el sufrimiento de su Hijo y de sus hijos. Existe el horror de la cruz con la que aplastamos al Justo, al Bueno, al Pacífico, en contra de la voluntad de Dios, para proteger -terrible y vergonzante paradoja- la religión. (Los religiosos de hoy deberían meditar seriamente esta historia).
Ante nuestra libertad criminal, Dios pudo quitárnosla de un plumazo ("¿crees que no puedo pedir ayuda a mi Padre que me enviaría doce legiones de ángeles?" - Mt 26,53). Hubiese sido la destrucción del hombre porque sin libertad dejamos de ser humanos. Su obra creadora hubiese fracasado. La respuesta no fue fulminarnos sino enseñarnos, cogernos de la mano. Y ahí entra la pedagogía del Crucificado: "vencer el mal con abundancia de bien" (Rom 12,21). Ante la atrocidad de nuestra libertad deicida, Él certifica con su sangre el contenido de su predicación, los valores que mantuvo siempre, incluso ante una muerte atroz: paz, amor, verdad, confianza, bondad, perdón, fortaleza, oración, aceptación, etc. Y se convirtió así en ejemplo, en camino, en luz y en fortaleza para tantos mártires posteriores y para todos los que hoy pretendemos seguirle.
La muerte del Señor no tiene ningún sentido expiatorio, ni salvífico, ni sacrificial, ni perdonador. Eso es colgarle a Dios nuestro crimen, como si Él nos exigiera la sangre de su Hijo para perdonar y salvar. ¡Qué atrocidad! El Padre, que yo vislumbro, nos tiene perdonados desde la eternidad. Lo que quiere ("su voluntad") es que nos abramos a ese perdón, soltemos nuestros fardos y caminemos ligeros a su encuentro.
En resumen: la pasión y muerte son el testimonio extremo y la rúbrica final de un Camino, una Verdad y una Vida, la "Vida de Dios", el "Reino", que Él nos reveló y al que vino a llamarnos. ¿Cómo no hemos acertado a comprender todo esto?
Muchas veces nos quedamos en la sensiblería y el dolor de la cruz, nos estremece tanta crueldad. Pero no profundizamos en las lecciones que en ella nos dejó el Crucificado. En la cruz existe un lúgubre ANVERSO: Es el instrumento de tortura abominable con el que "el poder religioso" y la masa ciega condenan al Justo. Una vez más matamos a los profetas... ¡Cuánto necesitamos meditar esta realidad y olvidarnos del "dios sádico" que reclama dolor y sangre para perdonar! ¡Qué pocos aciertan a ver en la cruz nuestra espeluznante obra, repetida a lo largo de los siglos con el mismo falso argumento: "la voluntad de Dios"! ¿Qué voluntad y qué dios?
Pero la Cruz -con toda lógica "escándalo para los judíos y necedad para los griegos" (1Cor 1,23)- tiene un REVERSO luminoso que se nos resiste:
Cruz es la síntesis de los valores del Crucificado, de todo aquello por lo que se deja matar. Por eso es el símbolo de los cristianos, el resumen de toda su doctrina. Por eso no puede llamarse cristiano al que porta o besa una cruz, se cree salvado, repite unos ritos, pero no se conduce de acuerdo a los valores implícitos en ella. La Resurrección probará que esos valores son el camino del triunfo definitivo.
Y le llamamos Redentor porque ciertamente nos redime de nuestra ceguera, de nuestros temores, de nuestra desesperanza, de nuestro fracaso como seres humanos. Su dolor resucitado, además de certificar el Mensaje, es consuelo y esperanza para los que sufren, en cualquier tiempo, bajo las garras del mal: "No tengáis miedo de los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma" (Mt 10,28). "Como Él ha pasado por la prueba del dolor, puede auxiliar a los que ahora pasan por ella" (Heb 2,18).
El corazón maternal de Dios no podía renunciar a su deseo de hacernos felices. Ésa es la finalidad de la Creación, de la Encarnación y de la Redención. Ése es el regalo de su Gratuidad. Quien estúpidamente lo rechaza en esta vida tendrá que rehabilitarse en la otra, tendrá que hacer la dolorosa gimnasia de convertirse en humano y sufrir indeciblemente al darse cuenta de que rompió su décimo premiado. La posibilidad de ser feliz está indisolublemente ligada a la naturaleza humana. Un animal podrá estar satisfecho pero nunca feliz. Nadie que renuncie a la "imagen y semejanza", inmersa en su humanidad, podrá encontrar la felicidad. Por eso "la parábola del hijo pródigo" -síntesis de todo el Evangelio- es una historia de gratuidad, libertad errada y felicidad recuperada ("volveré junto a mi Padre") (Lc 15,18).
Ni salvados, ni redimidos, pero sí iluminados, amados, llamados, atraídos, esperados y abrazados. De ti depende caminar el Camino de tu redención, de tu salvación, de tu humanización y de tu felicidad: "A los que la recibieron (la luz de la Palabra) les hizo capaces de ser hijos de Dios" (Jn 1,12). Eres tú el que has de abrirte a recibir esa Luz, caminar hacia tu plenitud (redención) y no dejar de buscar ese Amor gratuito que te llama "hijo", hijo querido.
También puedes alejarte, despreciar "tu herencia" y hacer la experiencia de sobrevivir pasando hambre entre los puercos. ¡Es cosa tuya! Ése es el misterio de la libertad y de la redención. El Camino está trazado y bien iluminado, de ti depende tomarlo o rechazarlo. Cuando decidas tomarlo, Él siempre te acompañará con abrazos florecidos y besos horneados.