La confesión auricular.
Origen y desarrollo histórico (3º)
José Rodríguez Molina
Universidad de Granada
Penas y purgatorio
En la confesión, la absolución perdona el pecado o culpa, pero no las penas o multas debidas por éste, que debían saldarse mediante penas temporales a cumplir en la tierra y en el más allá, en un lugar que ya, en el siglo XIII, aparece plenamente configurado como el purgatorio.
La configuración del purgatorio se produce entre los siglos XI y XIII, recogiendo una tradición difusa del antiguo culto cristiano a los muertos. Los teólogos lo definen como tercer lugar del más allá. Las reflexiones de los teólogos en lucha contra los herejes, acusados de negar la eficacia de los sufragios por los difuntos, reafirma la existencia de ese lugar. Animan a los vivos a ocuparse de librar las almas de sus allegados, atormentados en el purgatorio. Su existencia es defendida con firmeza por la Iglesia : Las Constituciones sinodales de Sevilla (1604-1609) dicen: la Iglesia "constanter tenet Purgatorium esse, animasque ibi detentas fidelium suffragiis iuvari" [ha mantenido constantemente la existencia del purgatorio, y que las almas de los fieles que están alli son ayudadas mediante sufragios].
Como la penitencia introducida por los monjes irlandeses se basaba en la penitencia codificada, según pecados, y en el principio de la conmutación de penas, se buscan formas de compensar esas deudas pendientes de los difuntos y que debían pagar antes de ir al cielo. En esa tarea se les podía ayudar en la tierra con oraciones, responsos, misas privadas "especiales", o mediante la protección y méritos de los santos, de ahí que muchos fieles desearan ser enterrados al lado de los santos (ad sanctos), o en lugares sagrados. En función de tal compensación proliferan ritos funerarios, tanto en entierros como en sepulturas: responsos, misas de réquiem, capillas funerarias y un número en constante aumento de capellanes para atender estas necesidades. Por otra parte, surgen las indulgencias, que son la aplicación de ese gran caudal de méritos acumulados por las virtudes de los santos, María y Jesucristo, tesoro que administra la Iglesia.
Sepulcros en los templos, capillas y capellanía
Los templos, sobre todo los de los monjes, se fueron convirtiendo en conservadores de las memorias familiares sobre los difuntos. Los lazos de monasterios con familias aristocráticas y luego burguesas, vecinas, fueron sustituidos por una especie de mercado funerario. Las órdenes mendicantes, a partir del siglo XIII, se impusieron pronto como especialistas de los sufragios por los muertos. En sus conventos se inhumaban los privilegiados de las élites urbanas. Baste para constatarlo girar una visita al claustro de la Iglesia de san Antonio de Padua en esta ciudad italiana y allí se verán mausoleos por doquier, hasta debajo de las escaleras. Era semejante a lo que nos dice la documentación acerca del monasterio de san Jerónimo de Granada, en el que el claustro principal estaba lleno de capillas funerarias y tumbas de la aristocracia y burguesía granadinas.
Ya Gregorio Magno, en el siglo VI, había lanzado la idea que daría lugar progresivamente a las girolas o deambulatorios de las catedrales. Ello fue motivado por el culto a las reliquias de los santos, depositadas en el altar mayor. Con el auge del purgatorio entre los siglos XI y XIII, buscando la cercanía de los santos (ad sanctos), en el deambulatorio se irían construyendo pequeños nichos donde se inhumaban los difuntos privilegiados, convirtiéndose progresivamente en capillas familiares, de notable magnificencia, servidas por 6 y hasta por 10 capellanes.
En este clima, los monjes de Cluny inventan, en 1030, el Día de los Difuntos, el 2 de noviembre, el día siguiente de la fiesta de Todos los Santos (asociación ad sanctos).
Franciscanos y dominicos, a fin de incitar a los vivos a rogar por los difuntos, salpicaron sus sermones con relatos de aparecidos que reclamaban los sufragios de sus allegados y, una vez liberados, regresaban junto a los vivos para agradecerles sus plegarias. Se hicieron con esos relatos colecciones de mortuis, proponiendo a las gentes modelos de comportamiento con los difuntos, conformes a su condición social. Escribieron tratados del Arte de morir y pidieron mandas a los moribundos en sus testamentos, destinadas a fines religiosos, a cambio de compensar las penas debidas por los pecados cometidos.
Preocupados por su salvación y por la de sus allegados, los burgueses del siglo XIII compraron sufragios y misas "al por menor" en instituciones variadas, como casas religiosas tradicionales, iglesias catedrales, colegiatas, parroquias, conventos de mendicantes, hospitales, leproserías, hospicios, casas de beguinas, cofradías, sobre todo, cofradías laicas, desde el siglo XV, para enterrar a los muertos.
Junto a curas y canónigos proliferó toda una marea de capellanes, cuyo oficio consistía en celebrar misas por los difuntos a lo largo de toda la jornada.
Un dato, aunque tardío y particular, puede darnos idea de lo que significaron económicamente los encargos de misas pro anima. En 1764, se decían anualmente en un convento franciscano de Sevilla cerca de 20.000 misas anuales, lo que arroja una media de 55 misas diarias y más de 2 misas por hora, amén de la asistencia a entierros, responsos, sermones, etc. La imposibilidad de decir todas las misas, hizo que el convento gozara de una bula papal que le permitía agrupar varias misas en una sola.
Esta dinámica lleva a los clérigos, desde el siglo XIII, a confeccionar colecciones prácticas, obituarios, etc., donde consignar las listas de los servicios funerarios que debían celebrar cotidianamente.
(No sé si seguiré, porque esto es más largo que un día sin pan)