Una mañana cualquiera te levantas, te miras en el espejo y con una atención poco acostumbrada a tu propio ser descubres las cicatrices que te dejó la vida. Algunas son ya sólo una fina línea blanquecina, a penas perceptible, otras rosadas, recientes, parecen resistirse a pasar desapercibidas. Pasas suavemente tu dedo por encima, notas su relieve, recuerdas. Tu boca se retuerce en una media sonrisa y piensas en aquellos días en los que creías, en los que tenías fe, en los que querías comerte el mundo….
El agua fresca devuelve a tu rostro cierta apariencia de normalidad. Te acicalas, te vistes, te peinas… Y una última mirada al espejo antes de salir a la calle, a enfrentarte de nuevo al invisible enemigo. Ése que se refleja en el espejo no es el perdedor que no consiguió comerse el mundo. Ése, que tan bien disimula los mordiscos que le ha dado la vida, ése es el luchador que ha decidido permanecer en el combate. Cada uno de los golpes recibidos, cada cicatriz, cada desperfecto, es un recuerdo de tus múltiples batallas. Unas perdidas, otras ganadas. Cada batalla es un paso que te ha traído hasta aquí. Cada fracaso, un motivo para seguir adelante. Cada victoria una razón para no rendirse.
Sonríe, estás vivo. Sonríe y sal a fuera a intentar comerte de nuevo el mundo, antes de que el mundo te devore.