Por el contrario, en la línea de mayor liberación, Jesús quebrantó insistentemente las normas religiosas relativas a la observancia del sábado (Mc 2, 23-27; 3, 1-6 par), al ayuno (Mc 2, 18-22 par), a las purificaciones rituales (Mc 7, 1-7), a las prohibiciones de alimentos (Mc 7, 14-19). b) El templo: Por lo que cuentan los evangelios, Jesús jamás acudió al templo para participar en las ceremonias sagradas o en el los sacrificios y el culto ritual establecido; cuando se habla de Jesús en el templo, es para
hablar a la gente, ya que era el lugar de mayores concentraciones humanas en Israel; por otra parte, sabemos que Jesús le dijo a la mujer samaritana que ha llegado la hora en que los verdaderos adoradores no adorarán a Dios en templo alguno, sino “en espíritu y en verdad” (Jn 4, 21-24); pero, sobre todo, lo más fuerte, en la vida de Jesús, fue su acción violenta contra el templo, al que calificó como una “cueva de bandidos” (Mt 21, 13 par), un hecho escandaloso y que fue determinante, para la condena a muerte, en el juicio religioso (Mt 26, 61 par) y que fue lo que le echaron en cara a Jesús en las burlas ante la cruz (Mt 27, 40 par); por lo demás, Jesús había anunciado la total y definitiva destrucción y ruina del templo (Mt 24, 1-2 par); decididamente, el Dios de Jesús no está en el templo, sino en las relaciones humanas y, sobre todo, en el comportamiento de cada cual con los que sufren (Mt 25, 31-46). c) Los sacerdotes: la relación de Jesús con ellos, por los datos que nos dan los evangelios, fue, más que distante, de claro y durísimo enfrentamiento; con los “simples sacerdotes”, como sabemos por la parábola del buen samaritano (Lc 10, 31), y sobre todo con los “sumos sacerdotes”, que, cuando aparecen en los evangelios y en el libro de los Hechos, es para presentarlos, jamás como representantes de Dios, sino siempre como agentes de sufrimiento y muerte (Mc 8, 31 par; 10, 33 par) especialmente en la condena a muerte (Jn 11, 47-53) y en el relato de la pasión.
Conclusión: decididamente, la religiosidad de Jesús no se limita,
ni se identifica con “lo sagrado”. Por el contrario, donde tiene su presencia y donde se realiza es en “lo laico”, lo que es común a todos los seres humanos, de forma que la religiosidad que nos enseñó Jesús es la religiosidad que no excluye a nadie, ni se enfrenta con nadie, sino que se vive, como la vivió Jesús, en la relación con el Padre, en la oración que se hace en la soledad de lo escondido, y poniendo la insistencia mayor en las mejores relaciones humanas que podemos tener con los demás. Después explicaré la razón última y determinante de la laicidad del cristianismo.
2. El Cristianismo como Religión de Occidente. Por razones históricas, que todos conocemos, el cristianismo no se expandió hacia Asia, sino que se insertó en las culturas mediterráneas, poniendo su centro en el centro del Imperio, en Roma. Así las cosas, pasó lo que tenía que pasar: paulatinamente, las comunidades cristianas se fueron configurando como grupos humanos, que vivían simultáneamente de la tradición del Evangelio y al mismo tiempo de la cultura de Occidente.
La consecuencia, inevitable y lógica, que esto ha tenido es que el Cristianismo que ha llegado hasta nosotros no es sólo el “recuerdo” de Jesús y la “forma de vida que nos trazó Jesús”, sino que, además de eso, es también la herencia de una cultura: la cultura greco-romana que configuró el Imperio. Como es sabido, el 28 de febrero de 380, los emperadores Graciano, Valentiniano
II y Teodosio I formularon su proyecto: “Deseamos que todos los pueblos a los que gobierna la moderación de nuestra clemencia se mantengan en la religión que ha transmitido a los romanos el santo apóstol Pedro” (Cth XVI, 1, 2).
A partir de entonces, la “religiosidad de Jesús” y el “mensaje de Jesús” quedaron oficialmente deformados. El Evangelio comenzó a ser así la fusión del mensaje de Jesús con los dos grandes legados que nos dejó la cultura greco-romana: la filosofía helenista y el derecho romano. De forma que la Iglesia que ha llegado hasta nosotros es fruto, por supuesto, del Evangelio. Pero también es el resultado de una teología profundamente marcada por el pensamiento helenista; y un código legal marcado por el derecho romano.
Las consecuencias, que de todo esto se han seguido, no son fáciles de analizar. Y menos aún se pueden describir en el reducido espacio de este trabajo. En todo caso, debo llamar la atención sobre dos hechos que me parecen de especial relevancia para la Iglesia y para la vida cristiana: 1) Un pensamiento determinado más por la metafísica que por la historia, es decir, más preocupado por el “ser” que por el “acontecer” (B. Welte).
Sigue parte 4
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