Para comprender el significado y el alcance de este enfrentamiento y de esta incompatibilidad entre el Evangelio y la Religión, es enteramente necesario analizar, al menos sumariamente, dos cosas: 1) Lo que representa la Religión como conjunto de mediaciones a través de las cuales el ser humano pretende relacionarse con Dios. 2) Cómo el cristianismo entiende y se representa a Dios.
1. Las mediaciones de la Religión. Aquí hablamos concretamente de tres cosas que son fundamentales en la comprensión y en la práctica de la Religión:
1) La Ley: para el “hombre religioso”, la Ley divina es la voluntad de Dios, más aún, es la revelación enseñada por Dios a sus fieles. En Israel, es fundamentalmente la Torá, que consiste básicamente en el Pentateuco. En otras tradiciones religiosas, como es el casi del Islam, la Ley se contiene en el Corán, un texto intocable, que no admite interpretación alguna. A partir de estos supuestos, la Ley se absolutiza.
Es decir, se constituye en un absoluto, que se antepone a cualquier otra cosa: de la misma manera que Dios está siempre y necesariamente por encima del hombre, lo divino por encima de lo humano, así también las obligaciones que impone la Torá están siempre por encima de las necesidades que brotan de la condición humana. La consecuencia inevitable de este planteamiento es que lo humano queda así supeditado siempre a lo divino.
Hasta el extremo de que, si es preciso, por asegurar la supremacía de lo divino sobre lo humano, se puede llegar a causar sufrimiento, marginación, exclusión y hasta muerte, con tal de garantizar la superioridad de lo divino sobre lo humano. Así las cosas, el conflicto de Dios con el hombre está asegurado. Y también, como es lógico, la violencia de la Religión, que se convierte así en motivo determinante de conflictos, divisiones, enfrentamientos, guerras y muerte.
2) El Templo: ya se entienda como hieros (“sagrado”) o como naos (“santuario” = el lugar donde habita la divinidad), supone siempre el espacio sagrado, que se contrapone al espacio profano. Así, la realidad queda dividida, partida y separada. De una parte, el lugar o sitio “donde está Dios” y, por tanto, “donde se encuentra a Dios”. Es, pues, el lugar del respeto, la reverencia, la dignidad, el privilegio. Y de otra parte, el espacio profano, laico, no-religioso, donde la gente vive y convive, trabaja, disfruta y sufre, se cansa y descansa, se quiere y se odia, produce, etc. Si el Templo es el lugar de Dios, la calle, la casa, el campo, la ciudad, son el lugar de la vida.
La consecuencia, que se sigue de lo dicho, es doble: a) ante todo, el Templo, al ser un lugar privilegiado, santo, donde Dios mismo está presente, por eso mismo puede convertirse en lo que, de hecho, se puede convertir (como ocurrió con el Templo de Jerusalén) en “una cueva de bandidos”; b) por otra parte, al ser el espacio propio del Altísimo, necesita una estructura y hasta una arquitectura que diferencia al Templo (donde habita Dios) de la casa (donde habita el hombre). De ahí la grandiosidad, la solemnidad, el boato y el lujo que suelen distinguir a tantos templos (catedrales…) de las humildes viviendas de la mayor parte de los simples ciudadanos.
Lo cual entraña dos consecuencias: 1ª) los templos son lugar de encuentro con Dios, de práctica religiosa, de respeto y observancia, en tanto que el espacio profano es lugar de encuentro con los demás seres humanos, de donde resulta que el encuentro con Dios y el encuentro con los seres humanos quedan separados, situados en ámbitos distintos y, con frecuencia, no tienen que ver el uno con el otro. 2ª) los templos ofrecen una representación de Dios de grandeza, de majestad, de poder, de
solemnidad…, que poco tienen que ver con lo que son y viven la inmensa mayoría de los mortales. Los templos han alejado a Dios de los seres humanos. Y han representado a Dios de forma poco menos que inasequible para los simples ciudadanos.
3) Los Sacerdotes: de la misma manera que el Templo es el “espacio sagrado”, los sacerdotes son los “hombres consagrados”. Por tanto, hombres “puestos aparte”, es decir, “separados”. Y, por tanto, hombres privilegiados. Hombres, por tanto, dotados de un poder y de una dignidad que no está al alcance de los demás. Así, los fieles cristianos quedan - al igual que ocurre con el espacio - divididos en dos bloques: los “ordenados”, de una parte, la “plebe”, de otra. Y por tanto, los clérigos y los laicos.
Por eso, y como es lógico, la Religión, al dividir a los ciudadanos en dos clases o grupos, diferenciados de forma “esencial” y no meramente “gradual” (“essentia et non gradu”) (Conc. Vat. II. LG 10, 2), por eso mismo la presencia de la Religión en la sociedad se ve erizada de dificultades. Porque, a partir de estas divisiones, diferencias y privilegios de orden religioso, se suele hacer presente la tentación y la pretensión de exigir para los clérigos poderes y privilegios que no están al alcance de los laicos. Y bien sabemos que, en cuanto en una sociedad se introduce esta división de ciudadanos, la conflictividad está servida.
Sigue parte 6
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