2. La espiritualidad de los derechos humanos. Al decir esto, no niego la vigencia y la importancia de las espiritualidades tradicionales. Lo que digo es que no pocas de las corrientes de espiritualidad tradicional ya no son suficientes para responder a las demandas de los tiempos en que vivimos. Estamos de acuerdo en que estamos atravesando, en no pocos ambientes, un largo desierto de espiritualidad. Necesitamos, por supuesto, revitalizar las espiritualidades clásicas.
Con tal que las purifiquemos del lastre de ideales helenistas, puritanos o tremendistas que no pocas prácticas espirituales arrastran. Pero, sobre todo, necesitamos caer en la cuenta e integrar en nuestras vidas este proyecto fundamental: la Declaración de los Derechos Humanos, de 10. XII, 1948, es el proyecto de espiritualidad más urgente y más exigente que podemos asumir en este momento. Esto quiere decir que la espiritualidad cristiana se basa en el proyecto fundamental que consiste en fomentar y exigir, antes que los deberes, los derechos de las personas. Las religiones han inculcado siempre los deberes y obligaciones que hay que observar. Y no han insistido apenas en los derechos cívicos y de convivencia. Ahora bien como acertadamente hizo notar J. Feinberg, un sistema moral o espiritual basado más en la imposición de deberes que en la defensa de derechos desemboca en un sistema “moralmente empobrecido”, ya que en él las personas no pueden sostener las demandas que un sistema de derechos hace posibles. En un sistema de deberes, las personas desarrollan un carácter más servil, un espíritu de sumisión, de aguante y mutismo, que es capaz de tolerar, con buena conciencia, las mayores atrocidades y agresiones. Por el contrario, las personas que gozan de derechos y son conscientes de ellos, están menos inclinadas a desarrollar caracteres de servilismo, los caracteres de las pobres gentes que se ven forzadas a asegurar sus necesidades implorando o suplicando “favores” del amo, del patrono, del superior o del jerarca que los gobierna.
De todo lo cual se sigue una consecuencia enteramente básica: el respeto a la persona es equivalente al respeto a sus derechos (J. Feinberg; J. Raz). Las religiones hablan con frecuencia e insistencia en el ideal del amor y la caridad. Pero, ¿cómo se puede hablar seriamente de amor donde no se respetan los derechos fundamentales de las personas a las que decimos que amamos? Sólo cuando aceptemos y pongas en práctica el respeto a la igualdad y dignidad de todos los seres humanos por igual, sólo entonces podremos empezar a hablar de amor. Todo lo que no sea eso, es palabrería vacía y mentira pura y dura.
3. Mostrar y explicar nuestro desacuerdo con los privilegios de los que goza la Iglesia católica en España. Más aún, no se trata sólo de un desacuerdo, sino sobre todo de una protesta. Porque pensamos que los Acuerdos Iglesia - Estado de 1979 no se pueden adecuar con los postulados básicos de la vigente Constitución Española. El hecho sociológico de la mayoría de ciudadanos, que por motivos históricos se reconocen católicos, no justifica la mención que se hace de la Iglesia católica en el artículo 16, 3 de la Constitución. La experiencia de los últimos cuarenta años nos enseña que esa mención se ha utilizado para justificar los privilegios legales, económicos, docentes… de que goza la Iglesia en nuestro Estado aconfesional.
Y la misma experiencia nos dice que tales privilegios son motivo de constantes problemas y conflictos, que dificultan la convivencia ciudadana y, de hecho, dividen y hasta, en algunos casos, enfrentan a los españoles. Pero, más allá de estos aspectos legales (que son enteramente básicos), resulta evidente que no podemos estar de acuerdo con la doctrina de la “sana laicidad”, que el papa Benedicto XVI defendió, desde el comienzo de su pontificado, y que formuló con toda claridad en su primer discurso ante el presidente de la República Italiana, el 24 de junio de 2005.
El pensamiento del Pontífice se basa en el criterio según el cual los principios éticos “encuentran su último fundamento en la religión”. Porque “la autonomía de la esfera temporal no excluye una íntima armonía con las exigencias superiores y complejas que se derivan de una visión integral del hombre y de su destino eterno” (L’Osservatore Romano, 25.VI.05, pg. 5). Como es lógico - y dado que “los principios éticos” abarcan la vida entera -, el papa viene a afirmar que toda la vida (pública y privada) tiene, más allá de los deberes cívicos, un deber de referencia (¿sumisión?) a la religión.
Lo que, en última instancia, equivale a defender que el ciudadano tiene que someterse, más allá del Estado, a la Iglesia. Lo que equivale a reconocer que, por encima de los poderes del Estado, están los poderes de la Iglesia.
Final de las entregas.
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