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Vivir en el campo es estar rodeada de bichos como en la ciudad de personas. Eso sí, éstas últimas su comunicación es aséptica mientras que aquí en la naturaleza todos hablan… a su manera. Hace dos días se coló en casa una lagartija. Cuando nos vimos ambas nos quedamos unos segundos petrificadas; después corrimos en direcciones contrarias. Al rato, abrí la puerta y la vi marcharse tranquilamente; respiré tranquila. Lo que no sabía es que no me había librado de ella. Ahora me visita en la poyata de la ventana. Se queda mirándome con sus ojos menudos, seguro que intentando leerme el pensamiento. “Tranquila no te voy a hacer nada. Ahora bien, como se te ocurra comerme los geranios de la ventana, te machaco, ojito al dato” La he dicho y, claro que me ha entendido, pues ha mirado a un lado y a otro y se ha aposentado a dormir. Al rato ha llegado una mosca y se ha puesto en mi hombro. La he dado tal manotazo que ha salido disparada. Se ha colocado justo encima de la pantalla; quieta, impertérrita a mis miradas asesinas. Cuando se ha cansado, se ha ido al lomo de la lagartija que, del susto, ha salido zumbando. He seguido escribiendo y, cuando he terminado, al ir a bajar la persiana para que el sol chicharrón no entrara en casa, la mosca y la lagartija, tomando la luz como el que se estira en una playa, me han dicho “hasta luego, muñeca”… Decidido, son unas descaradas.
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