La parábola del fariseo y del publicano es muy conocida. Tal vez porque nos habla no sólo de los fariseos como personajes históricos de aquel tiempo, sino del fariseísmo como tentación permanente del cristiano. Todos llevamos un fariseo dentro. El fariseo quería ser santo y puro a partir del cumplimiento de prácticas y prescripciones religiosas. Los evangelio presentan muchas veces al fariseo como aquel que habla de una manera y actúa de otra. La actitud cristiana más genuina no debe ser de soberbia y desprecio sino de humildad y servicio, propia de quien experimenta el perdón y amor de Dios como pura gracia. No es el camino del fariseo de la parábola que se aleja enseguida de Dios para centrarse en su enorme yo. Es la actitud del publicano que lúcidamente se centra en el tú de Dios inmenso y lleno de amor y misericordia.
El fariseo y el publicano
Dijo (Jesús) también a algunos que se tenían por justo y despreciaba a los demás, esta parábola: "Dos hombres subieron al templo a orar, uno fariseo, oro publicano. El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: ''¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias.'' En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: ''¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!'' Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado."