El anhelo de un niño es y será siempre tener a un padre y a una madre que lo amen y que se ocupen de su cuidado y educación; y tener la oportunidad de hacer lo que hacen otros niños que lo rodean.
A veces, una mujer que no ha logrado una pareja estable, decide enfrentar la responsabilidad de tener un hijo y hacerse cargo de su crianza ella sola.
Una buena madre que no sea sobreprotectora, sino que le brinde a su hijo lo justo estando sola, seguramente conseguirá que su hijo crezca sano física y mentalmente, aunque no esté el padre, pero ese niño siempre anhelará haberlo conocido.
Puede darse el caso feliz para el niño que un buen día su padre aparezca, interesado en conocerlo y con el deseo de hacer valer su derecho de visita.
Mejor aún si ese padre ha conseguido formar una familia propia, que tenga una esposa y otros hijos y hasta a sus padres todavía vivos.
Ese niño habrá recuperado parte de sus raíces y de buenas a primeras tendrá un padre, tal vez hermanos y hasta abuelos paternos.
Cualquier madre en esta circunstancia se sentirá defraudada; en primer lugar por perder la exclusividad en la relación con su hijo que hasta ese momento fue únicamente suyo; luego se sentirá celosa, desconfiará de esos nuevos parientes que no hicieron nada por él por varios años y que ahora pretenden gozar de su compañía y presencia cuando ya está todo hecho y él no exige demasiada atención y cuidado.
No todo el mundo es responsable de sus actos, de modo que estos casos son más frecuentes de lo que uno se imagina, porque hay mucha gente que hace todo por la mitad y no concreta nada; son los que se van sin que los echen y que vuelven sin que los llamen, los que eluden las responsabilidades, tal vez por ser demasiado jóvenes, o demasiado cómodos, o por querer abarcar todo en la vida arriesgándose a no tener nada, por no saber lo que quieren y por no querer comprometerse con nada.
Sin embargo, esa característica de personalidad no les quita el derecho de ver a sus hijos que inexplicablemente, siempre lo estarán esperando.
Una madre inteligente que ama a su hijo, tiene que enseñarle a ser independiente y libre, darle el derecho de tener una vida propia y elegir su destino por si mismo. Por esta razón, tendrá que favorecer esa nueva relación y no poner obstáculos ni trabas, ni interferir con su desaprobación. Evitará las caras largas, los gestos de descontento o contrariedad, los reproches, los recuerdos ingratos, y los intentos de desprestigiar la conducta de su padre en el pasado, pero tampoco será tan indiferente comportándose como si no existieran.
Esa madre necesitará el suficiente tacto para lograr mantener una relación diplomática y afable con los parientes de su hijo; y aunque el pasado pretenda imponerse no permitirá que le impida disfrutar de lo que esté pasando en el aquí y ahora.
Aunque las heridas narcisísticas puedan ser imborrables, una madre que ama a su hijo hará lo mejor para él porque ya ha demostrado ser fuerte y sólida como una catedral criándolo sola; y si su deseo es hacerlo feliz tendrá que aprender a compartir su amor con los que él quiera. Porque para comprender las necesidades de un hijo hay que ponerse en el lugar de él y sentir como él, sin tener en cuenta los propios sentimientos.
Favorecer el reencuentro del hijo con su padre y tal vez con toda una familia, es una prueba de que no se ha sido madre para ser feliz sino para hacerlo feliz a él y disfrutar con ello; pero aferrarse al hijo como si fuera un objeto de su propiedad, además de impedirle una normal identificación sexual, les provocará sufrimientos irreparables a ambos.