La vi tendida de espaldas entre púrpura revuelta. Estaba toda desnuda, aspirando humo de esencias en largo tubo, escarchado de diamantes y de perlas.
Sobre la siniestra mano apoyada la cabeza; y como un ojo de tigre, un ópalo daba en ella vislumbres de fuego y sangre el oro de su ancha trenza.
Tenía un pie sobre el otro y los dos como azucenas; y cerca de los tobillos argollas de finas piedras, y en el vientre un denso triángulo de rizada y rubia seda.
En un brazo se torcía como cinta de centellas, un áspid de filigrana salpicado de turquesas, con dos carbunclos por ojos y un dardo de oro en la lengua.
A menudo suspiraba; y sus altos pechos eran cual blanca leche, cuajada dentro de dos copas griegas, y en alabastro vertida, sólida ya, pero aún trémula.
¡Oh! Yo hubiera dado entonces todos mis lauros de Atenas, por entrar en esa alcoba coronado de violetas, dejando ante los eunucos mis coturnos a la puerta.
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