UN ÁRBOL PARA MI HIJA
DANIEL GRAU
Cuando nació mi primogénita, aquella felicidad me fue tan desbordante que no dudé que, debía materializar esa alegría con algún simbolismo representativo de esa dicha personal y hacerla eficaz para la contemplación a través de los años. Aquel emblema elegido, por ende, debía provenir de la misma naturaleza; de eso se trata la vida y el nacimiento. Así pues, me pareció exquisito plantar un árbol en la misma tarde del alumbramiento. Luego de presenciar el acto supremo del nacimiento esa mañana, me apresuré al vivero con la intención de llevar a cabo mi ceremonia de amor.
Cuando a los tres días de vida Sofía hizo su entrada triunfal a la casa, el ciprés habitaba con esplendor en la nueva tierra y reverdecía de salud.
Sofía y el ciprés compartían un lazo bello de vida, eran hermanos de la naturaleza por así decirlo. Imaginé la bella postal, de la sombra del enorme árbol cobijando en el verano, la piel blanca y suave de una mujer hermosa, como lo sería mi hija en aquel futuro lejano.
A la semana de vida, Sofía comenzó a perder peso, en lugar de ganarlo como es la normalidad de los casos. Su blancura se había tornado en palidez, y el estado de ánimo en general no era de lo mejor.
Los médicos a los que acudimos, no daban con el acierto necesario para revertir ese camino indeseable, que por aquellos tiempos, nuestra beba recorría.
El ciprés, lejos de respetar el símbolo de unidad por el cual yo lo había sembrado, continuaba creciendo fuerte y vigoroso. No mostraba huellas de respeto hacía su hermana natural que convalecía día a día.
Mi esposa; escéptica por naturaleza de cuestiones paganas, rituales seudo religiosos y adivinadores de turno, no dudó ni un ápice en concurrir (a pesar de su incredulidad manifiesta) a la consulta de una mujer dedicada al ocultismo y ciencias no exactas.
Fue muy precisa al llegar esa tarde a casa; donde yo apenas aguardaba con la estampa de una derrota imperdonable y la impotencia de no poder mejorar las cosas. "Hay que cortar el árbol dijo". Fue tan categórica, que sus palabras se tradujeron directamente sin escalas a mis manos. A los cinco minutos el ciprés moría inerte en el suelo.
Algo que apenas yo noté y preferí guardarlo en el cofre de las cosas olvidables, fue un retrato de la in cordura misma. Del corte producido por el hacha, manaba un liquido semejante a la resina, pero con un leve tinte rojizo. Nunca imaginé que un árbol pudiera sangrar. Pero éste sangraba.
Mi hija mejoró paulatinamente y de todos modos sigue siendo feliz sin su árbol. Hoy ya tiene ocho años de edad. Ríe y juega en el jardín, sin sombras que cobijen su saludable piel blanca.
Algunas veces me cuestioné la idea del árbol; pero que iba a saber yo, que un simbolismo podía tener tanto asidero en lo real; cuando cavé esa tarde el pozo para sembrar el bello ciprés y deposité bajo sus raíces la placenta de mi esposa.
® Daniel Grau
|