AMIGOS
EDUARDO JOUDZBALIS
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"La vida es larga para sufrir,
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corta para amar y perfecta
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para perder el tiempo"
R*** tenía una hora de receso para almorzar. Se lavó las manos aunque no las tenía tan sucias como para no comer: sólo unas cuantas hojitas se le adherían a las muñecas y un poco de suciedad entre las uñas. Sus manos estaban maltratadas por las espinas y arrugadas por estar sumergidas bajo el agua de los pipotes cada vez que las enjuagaba para hacer un nuevo ramo. Tenía seis horas trabajando. Llegaba temprano, antes que el sol apareciera en el trasfondo del altísimo crematorio y después del dueño del negocio; quien de seguro se paraba más de madrugada para abrir la floristería… A R*** le disgustaba menos su rutinario trabajo, que su empleador: el patrón prácticamente no le hablaba. Por las mañanas, sólo lo esperaba adentro con un cafecito y, luego de beber sin saborearlo, le decía «buenos días» antes de meterse a su oficina; de donde no asomaba la cabeza hasta el mediodía para hacerle una mueca odiosa; una señal que esperaba como un niño para abrir sus regalos en navidad, sólo, que su obsequio era siempre el mismo: un sándwich de paté de hígado; algo que a su mujer se le había hecho costumbre prepararle todos los días para el almuerzo…
R*** caminó con su bolsa de plástico, meneándola como si no valiera nada, sin pensar siquiera en el papel aluminio donde su almuerzo estaba envuelto y que su esposa reutilizaba todos los días durante una misma semana para ahorrar dinero. A pesar de ser pobre y de no tener familiares; ya había heredado algo de su antiguo compañero de trabajo: un sitio para comer. Le gustaba verlo así, tanto, que comía allí para hacer alarde de su supuesto legado. No obstante, la realidad era distinta: el otro florestero había muerto de una gripe mal curada —que se pudo solventar si el dueño del negocio hubiese aportado algo más que unos «buenos días»— y le dejó el puesto libre. A R*** no le gustaba pensar que él tampoco tenía un seguro médico; que en cualquier momento podría enfermar y caer en manos de la desgracia. Tenía suficiente con el sufrimiento ajeno, con las caras largas y palidecidas de los familiares que llegaban dando gritos y llorando por todo el campo santo.
Su refugio era un banco de unos tres puestos, cuatro si se sentaban personas bastante delgadas como él. Estaba muy oxidado, y era imposible pararse sin que una mancha ferrosa, muy rojiza, dejara su huella en la espalda de quienes reposaban sobre el sitio. R*** le sacaba provecho a esa condición: como no le importaba ensuciarse los harapos que usaba para trabajar; tenía asegurada su soledad mientras comía… Otro defecto del banco, era su ubicación. Sentado desde allí; se podían ver las carrozas fúnebres que entraban por el arco de la entrada principal, seguidas por una lenta estela de vehículos; como si la carga dentro del ataúd halara con su peso los aceleradores de los demás automóviles y, al mismo tiempo, cubriese con un abrazo sombrío los rostros de sus ocupantes, algunos, de muy corta edad para comprender las explicaciones sobre el «otro mundo».
Llegando a su refugió, notó que estaba siendo ocupado por un hombre de brazos cruzados y cabello canoso. Tenía un traje gris, muy formal, zapatos de cuero negro y una corbata a rayas muy colorida y carnavalesca, que no combinaba con el tono entristecido de sus ojos y sus labios pálidos. Se detuvo a mirarlo por un momento, tratando de descifrar sus atributos, su historia o, al menos, algunos rasgos de su personalidad; algo que hacía diariamente mientras masticaba su sándwich… Había aprendido a leer las caras de las magdalenas en la lejanía, de los hijos que de verdad querían a sus madres y de los que no; de quienes estaban incómodos y de los que incomodaban con su presencia a los familiares más allegados al difunto. Hasta podía adivinar si se trataba de un hombre, una mujer, un niño; a veces, hasta acertaba las edades de los enterrados. R*** también pulía su técnica durante el trabajo, cuando miraba los ojos de quienes le pedían con o sin prisa un ramo, detallando el costo de las flores que demandaban los familiares o amigos; viendo si reían con la comadre mientras esperaban, o si en cambio una lágrima brotaba espontánea de sus sonrisas, y hasta sabía si esa lágrima era real o un simple encargo conciente para «dar lástima» a quienes hacían la fila para comprar su propio ramillete.
Pero el hombre tenía un rostro imperturbable y la mirada congelada en la estampa de un entierro; algo que lo hizo pensar largo rato sobre su condición…. Finalmente, concluyó que aquél hombre era un personaje de negocios y con mucho dinero; ya que poco le importaba dañar un traje tan fino con el corroído de la pintura. Supuso que había perdido a un familiar cercano, pero no a su esposa ni a un hijo; pues conocía bien la melancolía de ese dolor y éste denotaba más la pérdida de un abuelo o tal vez de un tío que se comportó como un padre durante su niñez. Si acaso un hermano —pensó R***.
Al lado del banco, estaba la sombra de un árbol de grandes ramas y frondosa cresta color aguacate. Como R*** no tenía dinero para comprar un reloj, se guiaba por el fluir de esa sombra alrededor del piso. Calculó que llevaba veinte minutos viendo a ese desconocido, quien no le prestaba la más mínima importancia a la pesadumbre de su mirada.
Dio los pasos que le faltaban y soltando un suspiro se sentó a su derecha.
—¡Qué calor!— dijo R*** mientras sacaba el almuerzo de su envoltura.
Al parecer, el hombre no había notado que alguien lo miraba con la insistencia de quien va a pedir la mano de una chica; ni siquiera pareció escuchar la frase rompe hielo de su comensal o el crujir del aluminio mientras revelaba su contenido.
R*** mordió su comida y comenzó a masticar con la mirada extasiada en el personaje de su izquierda, cuyos ojos de azabache seguían mecánicamente los sucesos de ese entierro que estaba lo suficientemente cerca para detallar el dolor, las haladas de cabello de los más desesperados, y el estado de choque en que estaba la esposa del difunto —R*** supo sin problemas de quien se trataba.
—Sí señor; hace calor —insistió R***con más fuerza.
No obtuvo respuesta. El hombre siguió en la misma postura defensiva.
—¡Me lleva!… —gritó R*** mientras dejaba su bocado en el banco y sobre la bolsa.
A causa de un viento repentino, el papel aluminio había salido disparado de sus manos como una estrella fugaz. R*** corrió a buscarlo con el entusiasmo de una gacela, dando brincos para tratar de atajarlo y estirando ambas manos cuando el envoltorio se burlaba de sus intentos en las alturas. Después de incontables maniobras, consiguió rescatar su preciado cuadril de aluminio.
Cuando regresaba al banco, el hombre se reía a sobremanera. R*** sonrió.
—¡Mi mujer me mata si pierdo el papelito! —exclamó R*** con una sonrisa mientras tomaba el sándwich y con la otra se secaba el sudor en la frente.
—… ¿Y por qué?—concluyó el hombre.
A partir de ese momento; ambos charlaron como si se conocieran desde siempre. Parecían un par de amigos que tenían años sin verse. R*** le contó sobre su vida, de su esposa y su pobreza. De cuán mal le caía el jefe, quien lo trataba de mala gana y nunca conversaba con él. Le habló de su amigo el florestero; que hacía ya cinco años había «estirado la pata» y de cómo ellos compartían la hora del almuerzo y apostaban a adivinar las historias de los difuntos durante los entierros. El hombre, en cambio, aún con los brazos cruzados, pero ahora con una tenue sonrisa; sólo le dijo unas cuántas cosas: que era un tipo de negocios, que tenía un par de hijos y estaba de paso por ese lugar. Después de eso; silencio…
R*** llevaba la mitad de su almuerzo, cuando decidió preguntarle:
—¿Y el familiar es cercano? —dijo con la boca llena y haciendo una rápida señal con su cabeza hacia el entierro.
—Bastante —respondió el hombre.
—¿Y de qué murió? —continuó R***.
—Problemas económicos... unos negocios que no funcionaron —contestó lentamente el hombre.
Con aquella respuesta, el semblante en su rostro volvió a ser el mismo de antes. R*** sintió pena por aquél sujeto. Le debía mucho. Con él, había tenido la conversación más larga en cinco años; pues a veces lo único que hacía durante el día era mover la cabeza afirmativamente, cuando las personas le ordenaban tal o cual flor; ésta o aquella rama. R*** intentó «alegrar» al hombre, cambiar la conversación. Sólo se le ocurrió decirle:
—Este… ¿tiene reloj? ¡Es que no tengo hora!
—Nosotros tampoco —contestó el hombre con una sonrisita.
R*** no entendió la respuesta, pero se alegró por haberle sacado una sonrisa. Se apresuró a terminar de comer, ya que la sombra de su árbol daba más de la una…
El entierro estaba terminando y el hombre se paró rápidamente: No había mancha alguna de óxido en la espalda de su traje y por primera vez, R*** vio sus brazos: tenían unas largas marcas en sus muñecas y habían rastros de sangre muy fresca.
R*** se tragó el asombro con el último trozo de su sándwich mientras escuchaba las últimas palabras de su amigo:
—Tengo que irme… Por cierto, si puede; dígale a mi esposa que no me gustan las rosas como a ella ¡Nunca tuve el valor de contrariarla! Mire, ¡mire la corbata que me puso! ¡Por favor! —añadió con molestia.
Finalmente, el hombre se alejó lentamente hacia el entierro y, a mitad de camino, su imagen se desvaneció con una ráfaga de viento; que una vez más le jugó sucio al papelito de aluminio…
® Eduardo Joudzbalis
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