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Habitaba el río Iguazú una monstruosa criatura; una serpiente, por nombre Boi, a quien los indígenas habían de ofrecer en sacrificio cada año a una joven muchacha, arrojándola a los rápidos del Iguazú.
Cierto año, al frente de una de esas tribus guaraníes llegó un joven, Tarobá. Cuando llegaron a la ceremonia de sacrificio, se enamoró perdidamente de la bella joven a la que ese año debían sacrificar. Por todos los medios, Tarobá intentó convencer a los ancianos de todas las tribus que se le perdonara la vida a Naipí, que así se llamaba la joven. Pero sus intentos fueron infructuosos. La joven había de ser sacrificada porque así lo quería la diosa Boi. Lejos de amedrentarse, Tarobá, la noche anterior al sacrificio, cogió su canoa, y llevando en ella a Naipí, la raptó.
Al enterarse de lo sucedido, Boi, la serpiente, los persiguió. Asomando su lomo en el río lo partió en dos, y originó así las grandes cataratas del Iguazú. Tarobá y Naipí quedaron atrapados en esas aguas. Tarobá quedó convertido en árbol, justo encima de la Garganta del Diablo, mientras que la cabellera de Naipí se convirtieron en las impresionantes aguas que descienden turbulentas por la misma Garganta. Boi, la diosa, volvió a sumergirse, y desde el fondo de las cataratas vigila constantemente que Tarobá y Naipí no puedan unirse nuevamente…
Sin embargo, dicen los indígenas del lugar que cuando el arco iris se dibuja entre la bruma que se levanta allá abajo, donde rompe la catarata, Tarobá y Naipí unen su amor…
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