Los antiguos egipcios ya preparaban caramelos mezclando miel y fruta, y en Herculano (Italia) se han hallado utensilios para su fabricación. Los griegos masticaban resinas de diferentes árboles, las llamaban mastic y reconocían sus propiedades medicinales: limpiaban los dientes, estimulaban las encías y favorecían la relajación. Los aztecas obtenían el chitli de la resina del árbol chicozapote y entre los incas la hoja de coca comenzó a masticarse como ayuda contra el mal de altura. En las regiones árticas se mascaban grasa de ballena y cartílagos de foca. En Norteamérica, los colonos descubrieron la savia del abeto, que los indios masticaban para mantener la boca húmeda y aplacar la sed, y decidieron agregarle miel. Las talas masivas realizadas durante el siglo XIX la encarecieron, lo que obligó a sustituirla por cera parafinada.
En 1860, Thomas Adams conoció al responsable del ataque al fuerte El Álamo contra los rebeldes texanos, Antonio López de Santa Anna. Este le habló del chitli, una sustancia flexible que Adams inmediatamente concibió como sustituto económico del caucho para fabricar neumáticos. Una vez elaborada, la mezcla resultó inservible. Pero, inspirado por una niña que masticaba resina de parafina, reutilizó el material transformándolo en el primer chicle de la historia. Desde entonces, las innovaciones y los imitadores se sucedieron. El invento se extendió por toda Norteamérica y pronto se exportó al resto del mundo