Hay personas que no pueden delegar tareas a ninguno porque no encuentran a nadie capaz de hacer las cosas como las hacen ellas.
No poder delegar es una característica de personalidad que tiene razones psicológicas profundas.
En primer lugar significa estar completamente convencido de que se es irremplazable e insustituible.
Sin embargo, el cementerio está lleno de gente que creía ser imprescindible y que pudo ser reemplazada por otro, que logró hacer las cosas bien, igual o mejor que antes.
Cada persona tiene su propia forma de hacer las cosas, pero lo más importante no es cómo hacen las cosas sino el cumplimiento de los objetivos.
El que no puede delegar está siempre muy ocupado, tensionado, malhumorado y cargado de responsabilidades.
Suele ser alguien que no tiene tiempo para otra cosa nada más que para trabajar y cumplir con sus compromisos laborales, que vive obsesionado con sus obligaciones y que se exige mucho a sí mismo y a los demás.
A estas personas, tener que delegar tareas les resulta muy difícil, porque están seguras que salvo los que son como ellas, no existen otros con capacidad para realizar su trabajo.
En el fondo sienten que si delegan trabajo pierden poder y control, que tienen que renunciar a su imagen y a su deseo de que todo pase por sus manos para sentirse imprescindibles e importantes.
Los que creen ser irremplazables piensan que si no están ellos las cosas no funcionan, no quieren aprender que es necesario que los que lo rodean en su trabajo sepan todo lo necesario, para poder sustituirlos no sólo a ellos sino también a otros empleados que puedan estar ausentes por cualquier razón.
Nadie nace sabiendo y lo mejor es enseñar nuestro trabajo para evitar llevarnos el secreto cuando nos ausentamos, dejando un tendal de gente desorientada sin saber qué hacer cuando no estamos.
Las personas que no saben delegar no pueden disfrutar de ninguna tarea placentera y viven descalificando y criticando a los demás.
Son muy controladores y no saben pedir ayuda porque no quieren perderse nada y tratan de justificarse, atribuyendo inoperancia a todos los que lo rodean.
La autoestima no depende de la eficiencia o el poder, sino en ser quien uno es sin exigirse para convencerse uno mismo y convencer a los demás que somos valiosos.
La confianza en el otro comienza con la confianza en nosotros mismos, valorando los conocimientos y capacidades de los demás, enseñándoles y siendo menos exigente con nosotros.
Para poder confiar en el otro hay que conocerlo, interesarse en él y saber qué es lo que hace mejor.
Todos pueden aprender lo que hacemos si uno se ocupa de enseñarles, de ayudarlos a ser mejores y a creer en ellos mismos, dándoles responsabilidades y nuestra confianza.
Los demás no están de adorno formando parte de un decorado, pueden ocuparse de muchas cosas que hacemos nosotros que nos demandan mucho tiempo y que pueden hacer ellos.
La comunicación es lo más importante, o sea que empezar a delegar exige saber expresarse en forma clara y sencilla, decir lo que se necesita y expresar las emociones; teniendo en cuenta las ideas y las necesidades de los demás.