
Miro cómo al mar se precipitaba la tarde, y en una isla que el sol siembra en el agua, alguien enseña a una niña a nadar…
Los miro embelesada, allí enfrente, lejos, mis pies varados en la arena, rodeada de todos, ¡tan sola…!
Ellos ríen. Sus voces entrecortadas llegan por la prisa del aire, cómplices, jubilosas, húmedas de sal y espuma.
Los miro con una punta de envidia en el alma. ¡Qué cansada mi alma! Más que los brazos, que los huesos, que los años; más que este caparazón que a duras penas me tolera.
Viéndolos tan risueños y ajenos la palabra nunca me abre en canal…

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